JUDICIALIZACIÓN
DE LA PENITENCIA
Y
PERDÓN DE LOS PECADOS
ABSTRAT. Con la pandemia del Covid-19 en el año 2020 no pocas prácticas piadosas cristianas tuvieron que ser revisadas para compatibilizar la administración de la gracia divina con la administración pastoral y litúrgica de la misma. En este contexto, la administración canónica del sacramento de la penitencia se vio muy afectada y por ello nos pareció oportuno hacer unas consideraciones históricas y teológicas pertinentes sobre este sacramento, tan consolador para unos y denostado por otros. En el fondo de la cuestión late el tema del amor humano, sometido siempre a estructuras legales y hábitos religiosos cristianos profundamente arraigados que impiden a veces su correcto desarrollo. ¿Es el perdón una prerrogativa exclusiva de Dios? ¿Es posible para los seres humanos perdonarse entre ellos? ¿Son siempre y en todas partes todos los formatos litúrgicos a la carta igualmente adecuados para garantizar el perdón de Dios?
Las presentes
reflexiones son continuación de lo dicho en Studium (2001/2) 175-226, sobre Los
pecados de la Iglesia, y posteriormente en Los pecados de la Iglesia sin
ajuste de cuentas, Ed. S. Pablo, Madrid 2002. Algunos años después hice también
unas reflexiones sobre el sacramento de la confesión en Reflexiones y
sugerencias pastorales, Ed. Liber Factory, Madrid 2014.
En Studium y
en el libro subsiguiente centré la atención en la Iglesia institucional como
sujeto de responsabilidad frente a la conducta pecadora. Luego cambié de tercio
para revisar la competencia de los ministros del sacramento de la penitencia
recordando algunas observaciones de Juan Pablo II, acerca de la “renovada
valentía pastoral” indispensable para promover
de forma convincente y más eficaz el sacramento de la reconciliación en nuestro
tiempo. Y todo ello en el contexto propio del propósito de enmienda requerido por
la confesión de los pecados de la Iglesia. Dada la importancia del tema, me ha parecido
oportuno hacer de nuevo algunas reflexiones más al filo de mi propia experiencia
personal como penitente y viejo administrador de este consolador sacramento.[1]
1. Sentimientos de culpabilidad y
sacramento judicializado
La gente con
sentimientos de culpabilidad en nuestro tiempo prefiere pagar a un psiquiatra
antes que confesar a Dios gratis sus pecados en el confesonario canónico
tradicional. Los servicios que no se hacen con factura, IVA
incluido, no se aprecian por muy buenos que ellos sean. En consecuencia, las
colas de antaño ante los confesionarios se encuentran cada vez más en la
consulta psiquiátrica. ¿Y qué ocurre? Pues ocurre que el psiquiatra receta medicamentos
para amodorrar de urgencia al paciente, pero pasado el fugaz efecto del
fármaco, el paciente o penitente vuelve a las andadas de siempre. Ahora bien, cuando
hay pecados reales, al no ser perdonados y personalmente enmendados, reaparecen
los sentimientos de ansiedad y de infelicidad. Se mitigan provisionalmente los
efectos psicológicos del pecado, pero no desaparece su causa verdadera.
La experiencia pastoral enseña que hay
sentimientos de culpabilidad patológicos, los cuales requieren de ayuda
psiquiátrica. Pero hay otros cuya etiología principal es teológica y necesitan de
un tratamiento específico sacramental. Por ello es muy conveniente exigir a los
confesores canónicos algunos conocimientos psiquiátricos básicos y a los
psiquiatras que tengan una formación humanística adecuada para evitar que se
conviertan en chatarreros a sueldo de la psique humana de sus pacientes. Esto
es necesario ya que las fronteras entre los comportamientos éticos propiamente
dichos y los patológicos son con frecuencia difíciles de definir.
Por otra parte, la
confesión sacramental es considerada en los textos litúrgicos y canónicos como
un juicio. En un ritual
de los sacramentos, por ejemplo, en el capítulo primero, párrafo 2, sobre las
notas previas acerca del sacramento de la penitencia y su celebración, puede
leerse lo siguiente:
“Recuerde en primer lugar el confesor que
tiene un doble oficio: el de juez y el de médico, y que ha sido constituido por
Dios simultáneamente ministro de justicia y de misericordia, a fin de que como
árbitro entre Dios y los hombres, cuide del honor divino y de la salvación de
las almas”. Y en el párrafo 9: “Advierta que no debe imponer penitencias
ligerísimas para los pecados graves, no sea que se haga partícipe de los
pecados ajenos al ser indulgente con ellos. Tenga siempre presente (el
confesor) que la satisfacción no es solamente un remedio para la nueva vida y
una medicina de la enfermedad, sino también una corrección y castigo de los
pecados pasados”[2].
Estas observaciones pastorales
reflejan una mentalidad justicialista del sacramento de la penitencia, la
cual contrasta sorpresivamente con la forma de administrar Cristo la
misericordia y el perdón en tierras de Palestina durante su vida mortal.
Pero vengamos al Código de Derecho
Canónico de 1983, donde el comentador del canon 959 nos sorprende con estas
palabras:
“No se califica de
judicial la absolución, lo cual no significa en modo alguno que
desaparezca el carácter judicial del sacramento de la penitencia. La
razón por la que se consideró conveniente la supresión del adjetivo judicial
fue precisamente para evitar que la acción judicial se restringiera sólo a la
absolución, cuando en verdad toda la acción del sacramento es acción
judicial”[3].
Ahora bien, esto que termino de
recordar acerca de la mentalidad justicialista del sacramento de la penitencia
no es nada nuevo, sino la repetición rutinaria e irreflexiva de viejos tiempos.
Vayamos por partes recordando brevemente algunos datos históricos del problema[4].
2. Diversidad de nombres y
evolución de la confesión sacramental
Desde los orígenes de la Iglesia hasta
nuestros días, surgieron diversas denominaciones relativas a la administración
del perdón. Como más señaladas y usadas cabe estacar las siguientes.
Sacramento de conversión:
Cristo en efecto, nos llama a la conversión y vuelta a Dios después de habernos
alejado de Él (no Él de nosotros) por el pecado. Convertirse es como dejar de
dar la espalda a Dios con el pecado para volver a Él a cara descubierta con arrepentimiento
sincero y amor.
Sacramento de la penitencia. El
término penitencia tiene aquí mucha trastienda porque evoca un proceso penoso de
conversión, arrepentimiento y de reparación por los presuntos daños causados
con nuestros pecados. En esta expresión se destaca analógicamente la importancia
que se atribuye a la compensación penal aneja a los juicios sociales a la
carta.
Sacramento de la confesión. Se
denomina así en razón de la práctica vigente de declarar oralmente los pecados
ante un sacerdote autorizado para oír confesiones de forma íntima y auricular.
Cuando alguien pide confesarse, ya sabemos lo que pide: el perdón de sus
pecados previa su declaración oral personalizada en un contexto de máxima
intimidad personal. Aquí se pone el énfasis en la verbalización audible de los
pecados.
Sacramento del perdón. En el
caso anterior, se pone el acento en la declaración libre de los pecados, una de
las condiciones de la estructura del sacramento. Ahora se pone el acento en el
perdón como objetivo específico de esta institución sacramental. El pecador que
busca el perdón de sus pecados no se confiesa o los declara para exhibirse con
ellos ante el ministro del sacramento, o por otros motivos inconfesables. El
término perdón evoca aquí la absolución y liberación de los delitos teológicos
reconocidos con el fin de condenarlos a desaparecer.
Sacramento de la reconciliación.
Se dice así para resaltar el hecho de que, una vez obtenido el perdón con la
absolución sacramental, se produce como consecuencia inmediata una reconfortante
reconciliación con Dios, con la Iglesia, con los hermanos y con la conciencia
del propio penitente. Lo más importante de este sacramento es que Cristo ofrece
siempre a todo bautizado la oportunidad de volver a Dios y reconciliándose con
Él, si se hubiera extraviado por causa del pecado. Es como la segunda tabla de
salvación después del naufragio al perder la gracia. La primera tabla fue el
bautismo. Después veremos que hay también otras tablas donde agarrarnos para
obtener el perdón de nuestros pecados, sin necesidad de tener que agarrarnos a
ningún clavo ardiendo[5].
Una matización interesante sobre el efecto
conciliador de este sacramento es que, cuando predomina la mentalidad
judicialista, se destaca en un primer plano la reconciliación con la Iglesia y
la reconciliación con Dios en un segundo plano. Cuando prevalece la mentalidad
misericordiosa del evangelio, en cambio, aparece en primer plano la
reconciliación con Dios y la reconciliación con la Iglesia en segundo plano por
añadidura.
Pero conviene recordar que la
historia del sacramento de la confesión, o como guste más denominarlo, fue
durante mucho tiempo una práctica religiosa moral y físicamente complicada, y
dolorosa. Las cosas han mejorado mucho en este terreno, pero quedan todavía ramalazos
históricos difíciles de evitar en la administración de este saludable sacramento.
Durante los primeros siglos de la historia
de Iglesia, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados muy
graves después del bautismo como de idolatría, homicidio y adulterio, estaba
vinculada a una disciplina pública muy severa. Los penitentes debían hacer
penitencia públicamente por esos graves pecados, la cual podía durar años,
antes de recibir la reconciliación o perdón de los mismos. En algunas regiones
se llegó incluso al extremo de aceptar esas penitencias tan prolongadas y
penosas una sola vez en la vida, como el bautismo.
Dicho esto, remito ahora al lector a
los historiadores de la moral cristiana y de la liturgia sacramental hasta el
siglo VII. En esos estudios históricos el lector puede encontrar motivos de
sorpresa y hasta de consternación hasta el punto de que la práctica del
sacramento del perdón fue perdiendo interés como práctica de vida espiritual,
siendo relegado por muchos para el final de la vida por comprensibles motivos
humanos.
Pero a partir del siglo VII la
práctica del sacramento de la penitencia empezó a tomar otro rumbo con la
confesión personalizada y auricular en un contexto de respetable privacidad, aunque
sin excluir la confesión pública en situaciones concretas pastoralmente
reglamentadas sin aquellos antiguos espectáculos tan dolorosos de las
penitencias públicas de tiempos ya olvidados.
Refresquemos la memoria recordando
brevemente que, durante los primeros siglos de la historia de la Iglesia, la
penitencia era siempre y en todas partes pública, de acuerdo con este programa:
el pecador confesaba en público sus pecados y el confesor le amonestaba y le
imponía la penitencia o castigo que debía cumplir durante meses y años.
Hacia finales del siglo VI llegó la
penitencia ya tarifada, cuyos pasos eran: el pecador confesaba oralmente sus
pecados, el confesor le corregía, le imponía una penitencia tarifada, o sea,
para tal pecado, tal penitencia, y al final le daba la absolución como un juez civil
dicta su veredicto después de haber comprobado que la causa estaba lista para
sentencia.
Por fin se impuso de forma habitual la
penitencia privada, desde el siglo XI hasta nuestros días. Pero veamos ahora cómo
se fue consolidando la mentalidad judicialista en la administración del
sacramento del perdón.
3. Escalada de la mentalidad judicialista
de la penitencia
Dejamos atrás el perdón de los
pecados por el bautismo y el martirio, damos un salto al siglo IV y nos
encontramos con la praxis habitual de la penitencia pública. Según los
estudiosos de esta importante cuestión, en el siglo IV se detecta ya de forma canónicamente
generalizada la administración del perdón de los pecados mediante actos públicos
de penitencia proporcionados a la gravedad reconocida de los mismos. En la
cumbre de ellos estaban la idolatría o sacrificar a los dioses como hacían los
paganos, el homicidio con énfasis en la promoción de los combates de gladiadores,
y los espectáculos públicos inmorales con el adulterio y la fornicación a la
cabeza. Desde Tertuliano, este
tipo de penitencia pública se denominó con el término griego exomologesis,
que significa confesión, y equivalía a un proceso penitencial público muy largo
y severo que empezaba con la acusación de los pecados más graves al Obispo,
culminando con la reconciliación pública con la Iglesia y con Dios el día de
Jueves Santo. A principios del siglo
III esta práctica estaba muy extendida, llegando a su apogeo durante los siglos
IV y V. Pero durante los siglos VI y VII comenzó su descenso en picado. Dicho
lo cual, vengamos más en concreto sobre la exomologesis y la
judicialización del sacramento del perdón, asociada a la confesión privada auricular
vigente desde la edad media hasta nuestros días pasando por el filtro del
concilio de Trento.
La exomologesis
implicaba que el penitente se declarara claramente pecador delante de Dios,
reconociendo sus pecados de una manera pública y sincera. Pero atención a lo
siguiente. Esta actitud interna de principio debía traducirse al exterior de
forma espectacular con actos externos de mortificación y humillación y no
mediante declaración alguna verbal y detallada ante la comunidad cristiana.
Según Tertuliano, los penitentes debían aparecer en público llevando el
cilicio, la cabeza cubierta de ceniza, ayunos rigurosos y desaliño en su
presentación externa, acompañado de llanto, oraciones prolongadas,
postraciones, recurso a los sacerdotes, así como encomienda a los mártires y
confesores de la fe, sin olvidar el recurso a la intercesión de los fieles
cristianos en general. Todos estos gestos estaban programados ya desde la
llegada misma de los penitentes a la puerta del templo así ataviados, hasta finalizar
con la reconciliación pública con la Iglesia mediante el perdón otorgado siempre
por el Obispo del lugar[6].
En el siglo IV aparece
con contundencia la obligación de hacer penitencia pública por los pecados
públicos anteriormente mencionados, siendo sólo el obispo quien podía
administrarla y una sola vez irrepetible. La penitencia pública como segunda
tabla de salvación, después del bautismo, sólo se administraba una vez como el
bautismo con la imposición de las manos por parte del obispo. San Agustín, por
ejemplo, recordaba como algo sabido de todos a este respecto lo siguiente: “La
imposición de las manos no se puede repetir, lo mismo que ocurre con el
bautismo.” Y más claramente san
Ambrosio: “Porque si verdaderamente hicieron penitencia los pecadores, no
piensen reiterarla, porque es única, como el bautismo (Eph.
4,5). Así pues, hay una sola penitencia, la cual, por cierto, se hace
públicamente (De poenitentia 11, 10,
95 = D. 1300) [7].
Comprensiblemente, por
la vergüenza y el desprecio concomitantes que solían seguir a la penitencia
pública, muchos penitentes fueron dejando el perdón para la hora de la muerte,
lo cual se apreciaba sensiblemente por el descenso creciente de los fieles a
recibir la comunión[8].
Que la penitencia
pública estaba llamada a desaparecer era obvio y no faltan anécdotas que lo
confirman tanto en Oriente como en Occidente. Se sabe, por ejemplo, que ya S.
Policarpo en el siglo II pedía a los sacerdotes benignidad al atender a los
penitentes. En el siglo V, por no ir más lejos, Sócrates y Sozomeno denunciaron
el caso del penitenciario de Constantinopla por revelar la confesión privada de
una aristócrata, cuyos pecados no eran considerados capitales. Así las cosas,
el patriarca Nestorio (381-397) suprimió el oficio de penitenciario, de suerte
que en adelante cualquier presbítero de la ciudad pudiera ocuparse de sus
penitentes. Como cabía esperar, se dice que muchos obispos orientales siguieron
el ejemplo del patriarca constantinopolitano.
Pero donde las dan las
toman y en el canon 11 del concilio toledano del 589, sus responsables conciliares
se pronunciaron contra aquellos fieles y sacerdotes que recibían el perdón
sacramental en secreto, recordándoles que debían someterse a la penitencia
pública. No obstante, el canon 54 del concilio IV también toledano (633),
admite ya diferencias entre los que podían ingresar en el clero, aunque
hubiesen sido absueltos de sus pecados en privado, y aquellos otros que, a
pesar de haber seguido la penitencia pública no podían ingresar en el clero. Ahora damos un salto al siglo IX
cuando Rábano Mauro, en la onda siempre de san Agustín, se decantó claramente pidiendo
la penitencia pública para los pecados públicos y la oculta para los pecados
ocultos[9].
Se dice que después del año 1000, en
occidente se había hecho ya muy rara la penitencia pública con un protagonismo rampante
de la privada y auricular. De hecho, empezaron a proliferar formas
penitenciales individuales, entre las cuales prevaleció hasta nuestros días, la
confesión auricular que reclama responsabilidad por parte del pecador, examen
de conciencia personal, contrición sincera, comunicar los pecados al confesor y
cumplir la penitencia prudentemente impuesta por el mismo. En el contexto de la
penitencia pública se ponía todo el acento en la dureza sacrificial del
penitente ante la gente, sin exigir la confesión oral de las faltas cometidas. Ahora
se exige también que haya declaración oral de las mismas, pero en privado y
ante un sacerdote.
Los historiadores dan por cierto que
esta práctica fue generada principalmente por la actividad misionera de S.
Patricio (+ 461), por la vida monacal de los monjes irlandeses y por S. Columbano
(+ 615).
Luego, durante el siglo VII, se dice
que los monjes irlandeses, trajeron de Oriente a Europa la práctica privada de
la penitencia, que no exigía ya la realización pública y prolongada de obras de
penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento
desde entonces tiene lugar de una manera más secreta entre el penitente y el
sacerdote. Esta nueva práctica preveía además la posibilidad de reiterar el
sacramento, abriendo así el camino a una recepción regular del mismo. Se acabó,
por tanto, lo de una sola vez, permitiendo integrar en una sola celebración
sacramental el perdón de los pecados graves y veniales. Y todo ello en privado
y en secreto.
Pero aquí quería yo llegar para
entender mejor el ramalazo justiciero penitencial que hemos denunciado ya más
arriba. Por aquellas calendas, los presbíteros irlandeses itinerantes copiaron el
método judicial seguido por los pueblos germánicos para castigar las
infracciones cívicas de los miembros de sus sociedades, abandonaron la confesión
pública y empezaron a poner en práctica la absolución privada tarifada, con las
mismas partes de la antigua exomologesis de Tertuliano antes mencionada.
Esta novedad penitencial llegó a las
Islas Británicas y al continente europeo de la mano de las comunidades
monásticas. Se dice también que a partir del siglo VII la forma privada
penitencial fue acogida por los reformadores carolingios, quienes de momento aprobaron
el doble estatuto de penitencia pública y privada, pero la penitencia privada se
fue extendiendo en la práctica como fuego en un rastrojo, documentada en los
textos de carácter hagiográfico o narrativo y la aparición gradual de los libri poenitentiales, que abundaron
desde el siglo VII al XII, y de los cuales se conservan numerosos códices. Así
llegamos a la penitencia totalmente tarifada y judicializada[10].
4. La penitencia tarifada y
judicializada
La antigua penitencia pública en decadencia no había puesto
precio tarifado a los pecados, pero estaba materialmente judicializada. Ahora
nos encontramos con el hecho de que los pecados son escrupulosamente tarifados
y canónicamente legalizados al mismo tiempo.
En los nuevos libros penitenciales al
uso se presenta una lista de "penitencia
tarifada", en la que se establece
una equivalencia pecuniaria, pecado/cuantificación de penitencia, de fácil
manejo para los confesores. En esos libros podemos encontrarnos con las penas tarifadas
para cada pecado, cuantificadas a partir de periodos más o menos prolongados de
ayunos, penitencias y oraciones. Pues bien, dicen los expertos que se
corresponde con el antiguo derecho germánico tradicional y el código de
Hammurabi, 1710 a. C. O sea, una imitación acomodada.
A pesar de que no faltaron voces
pidiendo que esos libri poenitentiales fueran quemados, (Mansi, XV,191),
su éxito progresivo fue imparable. Basta ver el impacto que dejaron en los
manuales para confesores de san Raimundo de Peñafort (Summa de poenitentia) y el de Juan de Friburgo, (Summa confessorum), ambos del siglo XIII.
Con la penitencia pública antigua el
sacramento del perdón fue siendo aplazado hasta los últimos momentos de la
vida. Con la implantación progresiva de la confesión y penitencia privada por
los pecados, en cambio, la práctica de este sacramento volvió a cobrar fuerza
hasta el punto de que en el siglo XIII era frecuente entre los fieles la
confesión semanal. Incluso se daban casos como el de santa Brígida (+ 1375),
que se confesaba todos los días.
Pero no olvidemos el reverso de la
medalla. Con la implantación de la confesión privada llegó también su regulación
canónica o judicialización hasta nuestros días, como queda dicho. Así, en el
Concilio IV de Letrán año 1215, Inocencio III decretó, auctoritate qua
fungor, la confesión anual bajo pena grave. A partir de este momento, la
praxis del sacramento del perdón alcanzó su plenitud y se impuso por decreto el
método de la confesión privada auricular.
Ante este hecho, los expertos no
dudan en afirmar que la configuración de la confesión privada y auricular
triunfante debe mucho a los viejos fueros germánicos y a las formas de castigo
o compensación de faltas que los legisladores de dichos pueblos legal y
punitivamente utilizaban. Un ejemplo práctico referencial de compensación, aducido
por ofensa entre los germanos, es el siguiente, tomado de los visigodos. En la
ley visigótica el número de sueldos de oro que se habían pagar en compensación
por una ofensa dependían de la edad y del sexo.
Por el mal mortal infligido:
A un niño de un año, 60 sueldos
De 4 a 6 años, 80 sueldos
De 10 años, 100 sueldos
De 14 años,140 sueldos
Un hombre de 15 a 20 años, 150
sueldos
De 20 a 50 años,300 sueldos
De 50 a 65 años,200 sueldos
Por encima de 65 años, 100 sueldos.
Estas mismas cantidades se reducían
a la mitad si se trataba de una niña.
En la ley de los francos salios (Ley
Sálica), cada herida era tarifada del modo siguiente:
Haber arrancado a otro mano, pie,
ojo o la nariz, 100 sueldos
Si quedan colgando 30 sueldos
Arrancar el índice (por servir para
tirar con el arco), 35 sueldos
Cualquier otro dedo, 30 sueldos
Dos dedos juntos, 35 sueldos
Tres dedos juntos, 50 sueldos
A esta compensación penal había que
añadir una multa que el culpable debía pagar al Rey por alterar la paz pública.
Cabe decir que con la confesión
privada auricular cambió el primer sentido de la penitencia. Ahora no es sólo
reconciliación con Dios y la comunidad cristiana, sino que, a semejanza de los castigos
germánicos, se convierte en "el juicio de la penitencia" y, por
tanto, cargado de penas cuantificadas para cada pecado con innumerables
obligaciones y coacciones. Un tribunal cuyo significado ratificará y precisará el
Concilio de Trento (1545-1563, sesión XVI, c. VI), hasta el punto de considerar
la confesión auricular como una práctica de origen divino[11].
En el contexto del Concilio Vaticano
II y del nuevo ritual del sacramento de la Penitencia, me parece clarificador un
texto de autoría muy respetable sobre el carácter judicial del sacramento de la
penitencia. Lo reproduzco íntegramente:
“La práctica sacramental de la
Penitencia ha estado condicionada en los últimos siglos por una casi exclusiva
configuración jurídico-forense. La analogía del juicio se ha llevado hasta sus
últimas consecuencias: olvidando el sentido bíblico del “juicio divino”; dando
relieve a la “vista de la causa”, en la cual el juez (ministro) ha de conocer
exactamente las transgresiones; destacando la necesidad de una acusación
completa del reo (“declaración íntegra”).
Esta configuración jurídico-forense
del sacramento de la Penitencia ha invocado siempre un respaldo teórico: las
aserciones del Concilio de Trento sobre el carácter judicial de la absolución
del sacerdote que actúa como ministro del Sacramento. Se concibe la celebración
como la “autoacusación” del reo ante el Tribunal, cuyo juez (el ministro) da
una sentencia de “absolución” e impone una pena o “satisfacción” proporcionada
al pecado. De este modo se destacan, como momentos decisivos, la acusación y la
absolución, entendidos, por otra parte, de una manera puntual e individual.
Ante esta concepción teórica y
práctica del sacramento de la penitencia se ha llamado la atención acerca de la
elefantiasis jurídica que se le ha atribuido a la absolución y la mala pasada
que a casi todos ha jugado la identificación, o analogía, poco lúcidamente
interpretada, entre el juicio de la Iglesia y el ejercicio de la potestad
administrativa o judicial civil, en lugar de hacer una lectura cristiana del
mismo a la luz del juicio de Dios”[12].
5.
Qué decir de la penitencia judicializada
Yo pienso que este interés por judicializar
el sacramento de la penitencia ha sido y sigue siendo un error pastoral importante.
El peligro de confundir el tribunal teológico del sacramento del perdón con cualquier
tribunal social jurídico, es grande. Y es que hay diferencias sustanciales entre
el juicio sacramental y el de un tribunal común de justicia social. El recurso
a las analogías es un arte que hay que aprender correctamente para no confundir
las cosas que convienen en algo pero que al mismo tiempo difieren en mucho. En
el caso que nos ocupa del sacramento de la Penitencia, la aplicación analógica del
modelo jurídico civil a la administración del perdón divino, ha sido y sigue
siendo un error de principio al dejar en segundo plano las formas que Cristo
utilizó para otorgar el perdón durante sus años de predicación mesiánica en
Palestina.
Dado que por el momento no hay visos
de que este error se vaya a corregir pronto en el Derecho canónico y en los Libros
litúrgicos al uso, no estará demás que insistamos en explicar más y mejor el
manejo de la analogía para contrarrestar los efectos negativos de la susodicha “judicialización”
del sacramento del perdón[13].
En los tribunales de justicia el
fiscal acusa al reo, el cual será condenado si el abogado defensor no es más
hábil o astuto que el acusador, o el juez es un corrupto que se ha vendido a una
de las partes en litigio. De ahí que no se excluye la circunstancia de que
paguen justos por pecadores. Con lamentable frecuencia el justo es condenado y
el delincuente absuelto. De ahí también que las personas más realistas procuren
arreglar sus problemas evitando tener que acudir a los tribunales públicos de
justicia. Además, todos los que participan por oficio en esos tribunales cobran
por su trabajo. Lo cual nada tiene que ver con la gratificación del trabajo
pastoral en su conjunto y los comprensibles gestos de gratitud de penitentes
altamente sensibles a la recepción del sacramento de la misericordia y del
perdón divino.
En el juicio sacramental, por el
contrario, el reo es el propio penitente que no es llevado al tribunal
sacramental por ningún fiscal. El fiscal es su propia conciencia. El penitente
escucha a su propia conciencia y se dirige por propia iniciativa al confesor para
decirle la verdad de su vida pecadora poniendo a Jesucristo por testigo sin la necesidad
de pagar a ninguno otro abogado defensor. A veces el confesor le dirige
amablemente alguna pregunta clarificadora a la que el penitente contesta con
gusto y sin dificultad. Y lo que es más admirable. Mientras que en un tribunal
de justicia común la sentencia puede ser absolutoria o condenatoria, en el tribunal
de la confesión sacramental, el reo o penitente que se confiesa como Dios manda
es inexorablemente absuelto. Es un juicio teológico que, si se celebra, es sólo
para absolver y nunca para condenar al reo. De ahí el final feliz de toda
confesión sacramental teológicamente bien hecha.
Por lo mismo, cuando una persona después
de hacer su confesión no encuentra paz en su conciencia, es porque, o no sabe
confesarse o existe algún escollo psicológico personal que vicia todo el acto
penitencial. El confesor avisado sabe intuir esos escollos sin hacer preguntas
impertinentes, así como aconsejarle con claridad al penitente. Cuando tal
ocurre, el resultado suele ser consolador para el penitente y de profunda
satisfacción profesional para el confesor. Lo mismo que ocurre con los predicadores
de la homilía dominical, la gente se queja de los confesores que se “enrollan”
o echan broncas a los penitentes. O de los rigoristas, que buscan pecados
debajo de las piedras.
El tema de los confesores escrupulosos es otra cuestión seria. El
confesor escrupuloso en el confesonario sufre lo indecible él mismo y hace
sufrir a los penitentes. Los escrúpulos, además, con el tiempo terminan siendo
contagiosos. Lo razonable sería que la persona que padece esta gripe
psicológica dejara por propia iniciativa ese ministerio y se dedicara a otros
quehaceres pastorales. El confesor escrupuloso en el confesionario es algo así
como un cirujano al que le tiembla el pulso cuando usa el bisturí en el
quirófano. La actitud del confesor que conoce bien el paño, es la de tratar a
los penitentes como lo hacía Cristo en persona y no como un juez legal en un
juzgado de primera instancia con la ley en la mano. Si, además, el juez o
confesor es escrupuloso, lo mejor será encomendarse a Dios de una vez en lugar
de acudir al confesonario.
Aquí cabría hablar también de las confesiones
generales, de la repetición rutinaria del sacramento del perdón y los
exámenes de conciencia como preparación para recibirlo. Sobre estos temas hay
mucha tela que cortar y errores pedagógicos que suelen cometerse en la administración
de este sacramento tan consolador. Pero dejemos ahora la palabra al Papa
Francisco.
El
Papa Francisco ha ido más lejos aún hasta el punto de denunciar públicamente a
los confesores tildados de maltratadores por algunos penitentes. El
sacramento de la confesión ha de celebrarse con comprensión, ternura y amor.
Más aún. A los que no se reconozcan a sí mismos como pecadores y sean incapaces
de administrar el sacramento de la penitencia sin maltratar a los penitentes, el
Papa Francisco les aconseja que dejen voluntariamente ese ministerio. Yo he
sido siempre de ese parecer y por ello la denuncia papal me conforta mucho. No
en vano el Papa Francisco ha sido un hombre dedicado a corazón abierto al
ministerio pastoral y tiene una experiencia muy consoladora sobre la forma
correcta de predicar el Evangelio y administrar los sacramentos, no a
bastonazos, como él mismo ha dicho, sino con amor. Largo sería hablar de la
administración del sacramento de la penitencia recordando los momentos en que
Cristo ofreció el perdón a quienes lo solicitaron con fe y amor. Baste recordar
la parábola del hijo pródigo o del amor paterno de Dios, sus palabras y gestos
redentores durante su pasión y muerte, o las amorosas escenas con la samaritana
y la mujer condenada legalmente a ser apedreada.
En este orden de cosas parece oportuno
recordar también algunas actitudes irresponsables en la administración del
sacramento del perdón. Hay confesores de corte rigorista, que miden los pecados
con el metro de las leyes y mandan al infierno por la vía rápida a los
penitentes.
En el extremo opuesto están los de
manga demasiado ancha, para los cuales nada tiene importancia y dejan al
penitente a la luna de Valencia como si lo mismo fuera ocho que ochenta. Todo
lo ven comprensible y justificable. Están también los confesores que tratan a
los penitentes con broncas y recriminaciones, de tal suerte que muchos de ellos
quedan traumatizados y toman la decisión de no volver más por el confesionario.
En cambio, hay confesores que se consideran a sí mismos pecadores honestos y buscan
comprensión y perdón para sus propias debilidades humanas con sincero propósito
de enmienda. Estos no encuentran dificultad en identificarse con el Cristo comprensivo
y misericordioso de nuestras miserias humanas, sin aumentar ni disminuir su
importancia facilitando el perdón para los demás del que ellos mismos se
sienten necesitados.
6. Palabras del Papa Francisco
Francisco se ha referido en numerosas
ocasiones a la necesidad de mejorar las formas pastorales de administrar el
sacramento del perdón. Refresquemos la memoria con unas palabras suyas del 12
de marzo de 2021. Después de los saludos de rigor a los participantes de un
curso sobre este tema, promovido por la Penitenciaría Apostólica, continuó con
las siguientes palabras:
“Quisiera
detenerme con vosotros en tres expresiones que explican bien el significado del
Sacramento de la Reconciliación; porque irse a confesar no es ir a la
tintorería para que me quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien en lo
que es. La primera expresión que explica este sacramento, este misterio
es: “abandonarse al Amor”, la segunda: “dejarse transformar
por el Amor”; y la tercera: “corresponder al Amor”. Pero
siempre el Amor: si no hay Amor en el sacramento no es como Jesús lo quiere. Si
hay funcionalidad, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano pecador
abandonado –como ha dicho el cardenal- por el hermano, la hermana, pecador y
pecadora perdonados. Esta es la relación fundamental.
Abandonarse al Amor significa hacer un verdadero acto de fe. La fe nunca puede
reducirse a una lista de conceptos o a una serie de afirmaciones que hay que
creer. La fe se expresa y se entiende dentro de una relación: la relación entre
Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la
respuesta: Dios llama y el hombre responde. También es verdad lo inverso:
nosotros llamamos a Dios cuando nos hace falta y Él responde siempre. La fe es
el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es Misericordia – el
nombre de Dios es Misericordia- y es el abandono en los brazos de este Amor
misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero al que, a veces, tenemos
miedo de abandonarnos.
La
experiencia nos enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, tarde o
temprano, abandonándose a otra cosa, terminando “en brazos” de
la mentalidad mundana, que al final acarrea amargura, tristeza y soledad y no
se cura. Así que el primer paso para una buena confesión es precisamente
el acto de fe, de abandono, con el que el penitente se acerca a la
Misericordia. Y todo confesor, por tanto, debe ser capaz de maravillarse
siempre ante los hermanos que, por fe, piden el perdón de Dios y, también sólo
por fe, se abandonan a Él, entregándose en la confesión. El dolor por los
pecados es el signo de ese abandono confiado al Amor.
Vivir así la confesión
significa dejarse transformar por el Amor. Es la segunda dimensión,
la segunda expresión sobre la que me gustaría reflexionar. Sabemos muy bien que
no son las leyes las que salvan, basta con leer el capítulo 23 de Mateo:
el individuo no cambia por una árida serie de preceptos, sino por la
fascinación del Amor percibido y libremente ofrecido. Es el Amor que se
manifestó plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así,
el Amor, que es Dios mismo, se hizo visible a los hombres, de un modo antes
impensable, totalmente nuevo y, por tanto, capaz de renovar todas las cosas. El
penitente que encuentra, en la conversación sacramental, un rayo de este Amor
acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a experimentar
esa transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne, que es una
transformación que se da en toda confesión. Así es también en la vida afectiva:
se cambia por el encuentro con un gran amor. El buen confesor está siempre
llamado a percibir el milagro del cambio, a advertir la obra de la Gracia en el
corazón de los penitentes, favoreciendo en lo posible la acción transformadora.
La integridad de la acusación es el signo de esta transformación que obra el
Amor: todo se entrega para que todo sea perdonado.
La tercera y última expresión
es: corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por
el Amor tienen como consecuencia necesaria una correspondencia con el amor
recibido. El cristiano tiene siempre presentes las palabras de Santiago: “Pruébame
tu fe sin obras, y yo te probaré por mis obras la fe” (2,18).
La verdadera voluntad de
conversión se concreta en la correspondencia al amor de Dios recibido y
aceptado. Es una correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en
las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor no
puede dejar de acoger a su hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede
sino consolar al afligido. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede dejar de
perdonar de corazón a sus hermanos.
Si es cierto que nunca podremos
corresponder plenamente al Amor divino, por la diferencia insalvable entre el
Creador y las criaturas, no es menos cierto que Dios nos muestra un amor
posible, en el que vivir esa correspondencia imposible el amor por el
hermano. El amor al hermano es el lugar de la verdadera correspondencia al amor
de Dios: amando a nuestros hermanos nos demostramos y demostramos al mundo y a
Dios que le amamos de verdad y correspondemos, siempre de manera insuficiente,
a su misericordia. El buen confesor señala siempre, junto a la primacía del
amor a Dios, el imprescindible amor al prójimo, como ejercicio diario en el que
entrenar el amor a Dios. El propósito actual de no volver a pecar es el signo
de la voluntad de corresponder al Amor.
Y muchas veces la gente, incluso
nosotros mismos, nos avergonzamos de haber prometido, de no cometer el pecado y
volver otra vez, otra vez…Me viene a la mente un poema de un párroco argentino,
bueno, un párroco muy bueno. Era un poeta, escribió muchos libros. Un poema a
la Virgen, en el que le pedía a la Virgen, en el poema, que le custodiara,
porque habría querido cambiar, pero no sabía cómo. Le prometía a la Virgen que
cambiaría y terminaba así: “Esta tarde, Señora, la promesa es
sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera”. Sabía que
siempre habrá una llave para abrir, porque fue Dios, la ternura de Dios, quien
la dejó afuera. Así, la celebración frecuente del Sacramento de la
Reconciliación se convierte, tanto para el penitente como para el confesor, en
un camino de santificación, en una escuela de fe, de abandono, de cambio y de
correspondencia al Amor misericordioso del Padre.
Queridos hermanos y hermanas,
recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador perdonado- si alguno
de nosotros no se siente tal, es mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea
confesor- un pecador perdonado puesto al servicio de los demás, para que
también ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar ese Amor
que ha fascinado y cambiado nuestras vidas. Teniendo esto en cuenta, os animo a
perseverar fielmente en el precioso ministerio que desempeñáis, o que pronto se
os confiará: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo
de Dios. Encomendad este ministerio de reconciliación a la poderosa protección
de san José, hombre justo y fiel.
Y aquí quiero detenerme para
subrayar la actitud religiosa que surge de esta conciencia de ser un pecador
perdonado que debe tener el confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad.
Cada uno sabrá cómo es la expresión de la paternidad: una sonrisa, los ojos en
paz… Acoger ofreciendo tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el confesor
se da cuenta de que hay cierta dificultad para seguir adelante con un pecado,
pero si lo entiende, no hace preguntas indiscretas. Aprendí algo del cardenal
Piacenza: me dijo que cuando ve que estas personas tienen dificultades y
entiende de qué se trata, las detiene inmediatamente y les dice: “Lo
entiendo”. Sigamos». No hay que dar más dolor, más “tortura” en
esto. Y luego, por favor, no hacer preguntas. A veces me pregunto: esos
confesores que empiezan: “Y cómo esto, esto, esto…”. Pero dime,
¿qué estás haciendo? ¿Te estás haciendo una película en la cabeza? Por favor.
Además, en las basílicas hay una gran oportunidad de confesarse, pero
desgraciadamente los seminaristas que están en los colegios internacionales se
pasan la voz, incluso los jóvenes sacerdotes: “A esa basílica puedes
ir donde todos menos donde ese y ese otro; en ese confesionario no vayas,
porque ese será el comisario que te torturará”. Se corre la voz…
Ser misericordioso no significa
ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador. “Padre,
no puedo, no sé cómo haré…” – “Reza, y vuelve cuando lo
necesites, porque aquí encontrarás un padre, un hermano, encontrarás esto”.
Esa es la actitud. Por favor, no seáis un tribunal de examen académico, “Y
cómo, cuando…”. No seáis fisgones en el alma de los demás sino padres,
hermanos misericordiosos.
Mientras os dejo estos motivos de
reflexión, os deseo a vosotros y a vuestros penitentes una fructífera Cuaresma
de conversión. Os bendigo de corazón y os pido por favor que recéis por
mí. Gracias”[14].
Por
otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica del Vaticano II, 1992, ofrece
un resumen magistral del curso histórico teológico del sacramento de la
penitencia desde el n. 1422 al 1485. Una matización importante al respecto es
la siguiente.
En el Catecismo prevalece el
análisis bíblico y teológico del sacramento mientras que en el Derecho Canónico
(1983) predomina la tendencia malsana a “judicializar” la práctica penitencial.
El propio cardenal Mauro Piacenza, en calidad de Penitenciario mayor, escribió
lo siguiente. “Entre los sacramentos el de la Reconciliación resalta con
eficacia la mirada misericordiosa de Dios y la traduce en la vida concreta de
los penitentes. Por eso la Penitenciaría Apostólica se siente particularmente
cercana al “sentir” y el “hacer” del Papa Francisco. Sí, la Penitenciaría
Apostólica es un tribunal; de hecho, es el primero entre los tribunales de la
Iglesia, pero es un tribunal sui generis, del que el Papa Francisco ha
afirmado que es el tipo de tribunal que realmente le gusta”.
Basta
repasar los textos de este pontífice acerca del sacramento de la penitencia,
para darnos cuenta pronto de que Francisco no siente ninguna simpatía por la
tendencia casi obsesiva de muchos moralistas, canonistas y liturgistas a
judicializar el sacramento del perdón imitando materialmente a los tribunales
de justicia civil. La dispensa penitencial del perdón evangélico hay que
hacerla en clave evangélica y no sólo jurídica de acuerdo con normas a cumplir
con premios y castigos tarifados concomitantes a recibir[15].
7. Pecados verdaderos y
pecados falsos
Una aclaración previa importante.
El término delito en el derecho civil hace siempre referencia a alguna ley
social establecida que ha sido incumplida por alguien al que se denomina
delincuente. Delinquir equivale a incumplir sistemáticamente la ley. De modo
parecido, cuando lo que se incumple es la voluntad de Dios, el incumplidor en
cuestión es denominado teológica y canónicamente pecador. Igualmente, así como
el delincuente puede delinquir en materia de escasa o nula importancia, el
pecador puede pecar haciendo cosas desacordes con la voluntad de Dios en
asuntos de mínima y máxima importancia. De ahí la denominación de pecadores en
general y de pecados veniales y mortales en particular. Innecesario recordar
que hay delitos legales que no son pecados, pecados que no son delitos legales,
formas de conducta que son delitos y pecados y viceversa.
Hecha esta aclaración, veamos
lo que suele ocurrir en el ejercicio práctico del sacramento de la confesión.
Hay penitentes que se confiesan constantemente de pecados que realmente no han
cometido y pecadores de campeonato que no se confiesan nunca. Espero que la
siguiente clasificación de los pecados pueda ayudar a entender lo que quiero
decir para consuelo de muchas personas que se confiesan de buena fe en falso y
no encuentran la paz de conciencia que ansiosamente buscan. No me interesa
entrar aquí al trapo de las clasificaciones clásicas de los pecados, sino ayudar
a confesores y penitentes a celebrar el sacramento del perdón con provecho
espiritual y consolación. Dicho lo cual, pongamos ya manos en la masa[16].
8. Pecados anecdóticos y
actitudes indeseables
¡Me acuso de haber robado! Pero es
obvio que no es lo mismo el robo divertido de un adolescente, el de un
cleptómano, el de un ladrón profesional, o el de un político corrupto. Por
ejemplo: no es gravemente ladrón el que ha robado haciendo una chiquillada
aislada en unos grandes almacenes. Pero puede llegar a ser un ladrón profesional
si repite esa acción, o se justifica para llevar razón y llega así un día en
que se dice así mismo: esto me gusta y me quedo con ello. ¡A cada uno lo suyo y
a robar lo que se pueda! Esta decisión significa la opción grave de aceptarse a
sí mismo como ladrón de profesión sin que Dios y su voluntad le importen nada. Es
obvio que no se puede llamar ladrón con propiedad al muchacho que hace una
chiquillada anecdótica en un supermercado, a un cleptómano que padece
disfunciones psicológicas, o a una persona que trata de compensar su estado de
ansiedad llevándose clandestinamente todo lo que encuentra a su paso.
Hay mucha diferencia entre el pecado
anécdota y el pecado postura. En el primer caso, es un hecho sólo anecdótico,
suelto, casual. En el segundo, es repetitivo sin ponerle ningún tipo de remedio
y el que roba se instala así deliberadamente en esa mala acción de cara al
futuro. Así las cosas, cabe pensar que sería un gran error pedagógico y
pastoral confundir los pecados aislados y anecdóticos con una actitud
fundamental frente a la vida en una dirección objetivamente falsa y
conscientemente adoptada.
En los pecados anecdóticos no se
aprecia ningún desprecio formal y explícito de Dios; en los pecados de actitud
o enfoque global de toda la vida, en cambio, Dios queda deliberadamente
marginado. En esa forma de ningunear a Dios de forma consciente y deliberada está
el meollo del pecado propiamente hablando, como diremos después hablando del
pecado teológico. Al pecador “anecdótico”, niño, adolescente o adulto, hay que
ayudarle con buenos modales a que no convierta las anécdotas en vicios y malas
costumbres, pero sin acusarle de ladrón sin más. Lo dicho del pecado
“anecdótico” de robar se puede aplicar a cualquier caso de pecaminosidad y
delincuencia.
9. Pecados contra la ley y
las tradiciones ancestrales
El pecado legal tiene lugar cuando
lo único que está directamente en cuestión es alguna ley o norma de conducta públicamente
establecida. Se ha incumplido una ley y hay que confesarse de ello. Por
ejemplo: Me confieso de haber faltado a la misa el domingo porque estaba
operado en el hospital; de que el miércoles de ceniza era día de ayuno y no he
cumplido; de que tengo 84 años de edad, inicios de un tumor en la cabeza y no
puedo venir a misa los domingos, y si no hay alguien que me traiga, ¡qué va a
ser de mi si no vengo a misa!; de haber faltado a la misa porque estuvimos de
viaje y volvimos a casa tarde, pero con un poco de esfuerzo podríamos haber
llegado antes; de haber comulgado un día sin antes confesarme; me acuso de
haber olvidado la penitencia que me impuso el confesor la última vez que me
confesé. O me confieso porque, según las estadísticas, el sacramento de la
penitencia está a la baja; y otras muchas formas inconfesables de confesarse
por haber faltado a la ley.
Es interesante destacar que a
quienes se confiesan de esta manera infractores de la ley, no les ha pasado nunca
por la cabeza la idea de hacer algo contra la voluntad de Dios, al que ni siquiera
hacen referencia. En su punto de mira está sólo alguna ley o norma establecida
y su cumplimiento material, sin el menor barrunto de desprecio de la misma, sino
todo lo contrario. Por eso se confiesan, porque desean cumplirla y se sienten culpables
cuando no han podido hacerlo. Nos hallamos ante un culto a la ley que deriva
fácilmente en endiosamiento de la misma. Pero esto viene de lejos.
Este culto endiosado a la ley ha
existido siempre, tanto por relación a las leyes civiles como a las normas
canónicas de la Iglesia. En términos civiles, bueno es lo que prescribe la ley
y malo su incumplimiento, independientemente de si lo que ordena dicha ley es
bueno o malo. Hay personas que son tan “legales” que presumen de ello indiscriminadamente.
Pero dejemos a un lado el culto irresponsable o inocente a las leyes civiles.
Ahora sólo me interesa hablar del culto indebido a las leyes eclesiásticas en
la práctica del sacramento de la penitencia. Y para no andarnos por las ramas,
conozcamos primero el parecer de Cristo y luego el de san Pablo, que, como es bien
sabido, tuvo que encararse con las leyes del Antiguo Testamento para rebajar el
endiosamiento en que las habían entronizado los fariseos y los oficiales del
templo. La respuesta de Jesús la encontramos expresada sin tapujos en Mt 15, 1-23 y Mc 7, 1-1-13). Pero antes de leer estos
textos conviene tener en cuenta lo siguiente.
La fama popular de Cristo se había
extendido mucho y ello dio lugar a diversas disputas con los fariseos, por lo
que estos habían decidido matarle y para ello había que pillarle en algún
renuncio grave con la Ley en la mano. Jesús andaba por Galilea, pues no quería
ir a Judea, “porque los judíos querían matarle” (Jn 7,1). Y en la polémica
sobre la observancia legal del sábado: “¿Ni habéis leído en la Ley que el
sábado los sacerdotes en el templo violan el sábado sin hacerse culpables?
Después de recordarles con gran ironía que un hombre vale más que una oveja y
que Él estaba por encima de la ley del sábado, los fariseos “se reunieron en
consejo contra Él para ver cómo perderle” (Mt, 12, 14).
La
tradición y la autoridad para los judíos eran de una importancia excepcional,
como destaca san Pablo recordándoles su propio celo por las “tradiciones
paternas”. No en vano había sido antes fariseo militante anticristiano que
Apóstol. (Gal 1,14).
Se
daba por supuesto que, junto con la Ley escrita en la tabla de los diez
Mandamientos, Dios había comunicado también a Moisés una Ley oral, que se venía
transmitiendo de generación en generación en una cadena ininterrumpida de
testigos o autoridades. En esta convicción arraigada se basaron luego las interpretaciones
jurídicas de la Ley, dadas por diversos rabinos que gozaban de una
indiscutible autoridad por sus formas de interpretar y aplicar la Ley a la vida
práctica del pueblo judío.
Pero
esas diversas interpretaciones rabínicas, no siendo siempre deducciones propias
del texto sagrado, se las incluía en la cadena de sus tradiciones para dar
vigencia y valor a ciertos usos y costumbres religiosas. Como consecuencia de
esto, los argumentos de dichos rabinos terminaron siendo considerados como interpretaciones
auténticas de la Ley respaldadas por Dios mismo, que presuntamente las aprobaba
con su autoridad divina. Como si en castellano dijéramos: lo dijo Blas, punto
redondo. Esta ley oral de los más famosos rabinos era como un dogma de los
judíos. Dicha ley oralmente tradicional se habría dado para mantener la ley
escrita de los diez Mandamientos divinos.
Por
otra parte, no hay ningún pasaje bíblico en el que se fije el número de
mandamientos de la Ley, sumando las prescripciones de origen rabínico. No hay acuerdo ni
entre los expertos judíos ni entre los cristianos sobre el número exacto de
leyes dadas por Dios a través de Moisés. No obstante, se maneja el número 613 y
se insiste en que esos preceptos fueron muchos hasta el punto de resultar
insoportables por sus exigencias rabínicas.
El propósito
de la Ley era llevarnos a Cristo. "De manera que la ley ha sido nuestro
ayo, para llevarnos a Cristo a fin de que seamos justificados por la fe"
(Gal 3,24). Por otra parte, nadie de nosotros puede obedecer perfectamente
todos los mandamientos, ya sean muchos o pocos. (Ecl 7,20; Rom 3,23). De hecho,
nadie puede siquiera obedecer perfectamente los Diez Mandamientos. La Ley
evidencia nuestra pecaminosidad (Rom 7,7). Dios dio la Ley para definir el
pecado y demostrar nuestra necesidad de un Salvador y Jesús es el único que ha
obedecido perfectamente la Ley. Con su vida, muerte y resurrección, cumplió de
hecho todos los mandamientos de Dios (Mat 5,17-18).
Según Joseph
Bonsirven, citado por Manuel de Tuya, O.P., las prescripciones rabínicas
llegaron a desvirtuar el sentido auténtico de la Ley hasta el extremo de que la
estima de las interpretaciones orales de algunos rabinos y escribas famosos terminaron
siendo consideradas superiores a las de la Ley o Thorah, y presuntamente más
amadas de Dios. Más aún, el violar esas prescripciones rabínicas llegó a ser
tenido como un delito más grave incluso que violar la propia Ley divina o
Thoráh, cuando dichas tradiciones estaban respaldadas por una larga cadena de
rabinos[17].
En este contexto, la pregunta insidiosa que
ahora le hicieron a Jesús los componentes del grupo de espionaje del sanedrín,
no fue dirigida directamente a Él, sino a sus discípulos, pero terminaba
recayendo sobre Él como principal responsable. Esta fue la pregunta a Jesús y
su respuesta, ilustrada con un ejemplo práctico muy significativo según el
texto de Mateo:
«¿Por qué tus
discípulos traspasan la tradición de los antepasados?; pues no se lavan las
manos a la hora de comer.». Él les respondió: «Y vosotros, ¿por qué traspasáis
el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: Honra a tu
padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con
la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: "Lo
que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda", ése no tendrá que honrar
a su padre y a su madre. Así habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra
tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me
rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres.» Luego
llamó a la gente y les dijo: «Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo
que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina
al hombre.»
Entonces se acercan los discípulos
y le dicen: «¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tu palabra?» Él
les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será
arrancada de raíz. Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía
a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.» Tomando Pedro la palabra, le dijo:
«Explícanos la parábola.»
Él dijo: «¿También vosotros estáis
todavía sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa
al vientre y luego se echa al excusado? En cambio, lo que sale de la boca viene
de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón
salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos,
falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre; que el comer
sin lavarse las manos no contamina al hombre»". (Mt 15, 1-23).
Para
nuestro propósito, cabe destacar aquí lo siguiente. Los interlocutores de Jesús
le lanzan una pregunta ad hominem, o sea, para pillarle mediante un
argumento falaz en conflicto con la ley sagrada. Pero Él les devuelve la pelota
con un “y vosotros más,” poniéndoles un ejemplo práctico muy concreto de
violación explícita de la ley de Dios por parte de ellos. En el cuarto precepto
del Decálogo estaba bien claro que hay que honrar a los padres, pero ellos no
tenían escrúpulos violando ese precepto divino dispensando su cumplimiento a
quienes, de acuerdo con la doctrina tradicional rabínica, se dispensaban
alegremente de cumplir con el precepto divino negando a los padres los bienes
necesarios para su subsistencia ofreciéndoselos como excusa a Dios en el Templo
bajo la etiqueta de corbán. Jesús les echa en cara sin pelos en la lengua el
haber anulado así la Palabra de Dios con esa tradición rabínica. ¡Hipócritas!
Como
la cosa venía de lejos, les refrescó la memoria con lo que ocurrió ya en tiempo
del profeta Isaías, 29,13. Este pueblo honraba a Dios sólo de palabra mientras
que su corazón estaba muy lejos de ÉL, “puesto que su temor de mí no es más que
un mandamiento humano aprendido de memoria”.
Y
¿qué decir del tema de las prescripciones rabínicas sobre el rito de las
purificaciones?
En
el Talmud estaba el Yadayím o capítulo dedicado a la purificación legal
de las manos, y la casuística y ridiculez acumulada sobre este tema era
realmente abrumadora. Con razón todo este tinglado de prescripciones de cuño
rabínico ha sido considerado como el exponente de una religiosidad que tendía
una tela de araña sobre todos los actos humanos y una serie de trampas que
convertía la religión en algo insoportable. Y sin embargo, los rabinos
insistían tercamente en la presunta importancia de estos ritos de purificación
por ellos implantados, hasta el extremo de no excluir contra sus infractores la
excomunión y la pena de muerte como castigos. Los expertos suelen recordar
algunas sentencias rabínicas famosas en este sentido. Por ejemplo:
“Si alguno come pan
sin lavarse las manos, es como si fuese a la casa de una mujer de mala vida”.
“Quien desprecia la purificación
de las manos será extirpado del mundo”.
“Hay demonios encargados de dañar
a los que no se lavan las manos antes de las comidas”.
Del
rabino Eleázaro se dice que despreció esta purificación, fue excomulgado por el
sanedrín, y después de muerto colocaron una gran piedra en su féretro para
indicar que había merecido la pena de la lapidación.
Nótese que no hay ni una palabra sobre la
necesidad de la higiene personal en general ni en las comidas en particular. Lo
que importaba a los rabinos no era la higiene y la salud, sino el cumplimiento
de sus leyes, aunque fuera violando los preceptos divinos enunciados en el
Decálogo, como en los casos mencionados. Y todo esto, según esta mentalidad
rabínica, con la presunta aprobación por parte de Dios.
Jesús no contestó a la insidiosa pregunta,
sino que aprovechó la ocasión para poner en evidencia la existencia real de
contradicciones entre sus tradiciones rabínicas y la ley divina. Fue una
respuesta de contrataque personal ad hominem, de acuerdo con la
pregunta. Los alimentos que injerimos no manchan la dignidad humana. Lo que
mancha nuestra dignidad es la bazofia que sale de nuestros corazones como son todas
las malas intenciones, los asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos
testimonios e injurias. Eso es lo que contamina al hombre y de lo que tiene
necesariamente que purificarse. El comer sin lavarse las manos no es lo que contamina
y corrompe moralmente al hombre, como indicaban a creer las ridículas prácticas
de purificación religiosas prescriptas por lo rabinos.
Marcos remacha el clavo de su relato
con una coletilla final importante:
“Dejáis
a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres».
Y añadió: «Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición.
Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre” y “el que maldiga a su padre o a
su madre es reo de muerte”.
Pero vosotros decís: “Si uno le
dice al padre o a la madre: los bienes con que podría ayudarte son ‘corbán’, es
decir, ofrenda sagrada”, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su
madre; invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os transmitís; y
hacéis otras muchas cosas semejantes».
Esto
da pie para pensar que había otras cosas de origen rabínico denunciables como
los dos casos mencionaos sobre los deberes con los padres y la purificación
neurótica de las manos.
Marcos va incluso más lejos que
Mateo ampliando el tipo de faltas morales de la tradición rabínica en conflicto
con la Ley o Torah, a saber: “Los pensamientos malos, las fornicaciones, los
hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude,
la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas
maldades, del hombre proceden y manchan al hombre” (Mc 7,14-23).
Después de estos enfrentamientos de
Cristo con los fariseos y la oficialidad judía de turno, no cabe duda de que
los rabinos judicializaron los mandamientos de la Ley con
interpretaciones caprichosas hasta llegar a convertirlas en leyes gravemente
obligatorias, no siendo más que malas costumbres no corregidas a tiempo y
consideradas como sagradas tradiciones caídas del cielo. Nos encontramos ante un fenómeno de
endiosamiento de las leyes y tradiciones rabínicas en conflicto con la Ley
divina. O lo que es igual, ante un culto idolátrico de leyes humanas ridículas,
caprichosas e intransigentes de exclusiva autoría rabínica, y no de inspiración
divina como gratuitamente presumían sus promotores. La reprensión de Cristo de
ese error fariseo resulta impresionante en san Lucas y san Mateo[18].
Pero
hablando de la multiplicidad de leyes y preceptos rabínicos, cabe decir que a
todo hay quien gana. Baste recordar que sólo en el Código de Derecho Canónico
de la Iglesia hay 1.752 cánones. En cualquier caso, para consuelo del lector,
recordemos también que lo del número de preceptos no tiene particular importancia.
Esta constatación nos induce a reflexionar sobre el peligro de judicializar el
Evangelio con el Derecho canónico y litúrgico en relación con el tema que
tenemos entre manos sobre la confesión sacramental.
Pero
antes conviene recordar el enfrentamiento de san Pablo con la aplicación de las
leyes judías en conflicto con la salvación por la fe en Cristo acompañada de
las obras de caridad. Qué es lo que salva al ser humano, ¿el cumplimiento
estricto y matemático de todas esas prescripciones rabínicas o la fe en Cristo
puesta de manifiesto en obras de caridad?
En
la carta a los romanos san Pablo desafía a todo el entramado legalista de las
tradiciones rabínicas con la fe en Cristo muerto y resucitado y la superioridad
del amor-caridad por encima del cumplimiento material de los ritos del Templo y
las ridículas minucias de tradiciones humanas impuestas por los rabinos sin
alma ni corazón.
Contra las prácticas rabínicas sin amor:
amor a Dios y al prójimo con obras de caridad. Lo mismo que los ritos del
Templo y las tradiciones rabínicas sin fe en Cristo muerto y resucitado nos
servirían de muy poco o nada para salvarnos, de modo análogo, la fe en Cristo
sin las obras de caridad resultaría una farsa y un engaño. La Ley y las
tradiciones rabínicas nos recuerdan que el pecado existe y somos pecadores,
pero ni perdonan nuestros pecados ni nos salvan. Son algo así como un médico
que nos ayuda a caminar hasta llegar a su consulta para decirnos que estamos gravemente
enfermos sin ofrecernos el remedio para curar nuestra enfermedad. Recordemos
algunas sentencias de san Pablo al respecto.
Cuando una mujer, muerto su marido
queda libre para casarse de nuevo con otro hombre, según la Ley, “así, hermanos
míos, vosotros habéis muerto también a la Ley por el cuerpo de Cristo, para ser
de otro que resucitó de entre los muertos a fin de que deis frutos para Dios”
(Rom 7,1-4).
Según Pablo, Cristo no sólo nos
libra del pecado, sino también de la obligación impuesta por las leyes
mosaicas. La mujer casada, por ejemplo, mientras vive el marido, está sujeta a
él. Pero muerto éste, queda plenamente libre para casarse con otro. Pues bien, así
como Cristo murió y con la muerte quedó libre de la Ley, nosotros, incorporados
a la muerte de Cristo, quedamos asimismo exentos de la Ley, y debemos vivir
según el espíritu nuevo y no según la Ley vieja. Esto es válido para judíos y
no judíos, ya que tanto judíos como gentiles están convocados todos para ser
salvados por la fe en Cristo muerto y resucitado. ¿Luego la Ley era cosa mala?
No, por favor. La Ley cumplió a su modo con el deber pedagógico de conducirnos
a Dios refrescando nuestra memoria con nuestra condición pecadora y la
necesidad de obtener el perdón de Dios. Pero, si nos quedamos ahí, atados al cordón
umbilical de la Ley vieja y de ridículas tradiciones rabínicas, nos quedamos
perdidos a medio camino. En la carta a los gálatas y en la primera a los
corintios remata la cuestión poniendo el broche de oro. Ni salvación sin fe en
Cristo ni fe en Cristo sin buenas obras de amor caritativo.
¿Habéis recibido en Espíritu por
virtud de las obras de la Ley o por virtud de la predicación de la fe?”. El que
os da el Espíritu y obra milagros entre vosotros, “¿lo hace por las obras de la
Ley o por la predicación de la fe?” (Gal 3, 1-5).
Abraham creyó y fue justificado por
su fe, no por las obras de la Ley. Para demostrar que esa justificación no era
debida a las obras materiales prescritas por la Ley, sino a la fe interior en
Dios, Pablo recuerda a los gálatas el caso emblemático de Abraham, del que los
judíos presumían de ser hijos. Según el pasaje del Génesis 15, 6, cuando Dios
prometió a Abraham un hijo, a pesar de su estado de ancianidad, y la
esterilidad de su mujer Sara, el patriarca dio crédito a la palabra del Señor,
y esta fe o confianza en Dios le fue computada como acto de justicia.
De este hecho deduce Pablo la ley
general de la justicia salvadora por la sola fe sin la circuncisión ni la Ley,
que aún no existían. La verdadera filiación religiosa de Abraham viene por la
fe y no por las obras de la Ley y las prácticas rituales de tradiciones
rabínicas. “Antes de venir la fe en Cristo estábamos encarcelados bajo la Ley,
en espera de la fe que había de revelarse. De suerte que la Ley fue nuestro ayo
para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero,
llegada la fe, ya no estamos bajo el ayo. Todos, pues, sois hijos de Dios por
la fe en Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de
Abraham, herederos según la promesa” (Gal 3, 15-29).
Someternos a la Ley sería volver a
la servidumbre de la que nos liberamos por la fe en Cristo muerto y resucitado.
Cristo nos libró de esa servidumbre de la Ley y nos dio por la fe la justicia
interior dignificando nuestra condición humana con la posibilidad de poder
sentirnos con razón como hijos de Dios y llamarle Padre. En consecuencia, el
Evangelio termina reemplazando a la Ley y a las tradiciones rabínicas. (Gal 4).
Pero queda todavía un cabo por atar.
Cristo desmitificó el endiosamiento de las leyes y tradiciones rabínicas
ritualizadas en el Templo de Jerusalén y aplicadas a la justicia social. Pero
¿basta sólo creer en Jesucristo para salvarse? La respuesta del Evangelio es
tajante: NO. San Pablo se lo recuerda a los gálatas sin tapujos para que nadie
se llame a engaño. La caridad suple a la Ley y les ofrece una lista de obras de
amor-caridad sin las cuales el sólo creer en Cristo tampoco es suficiente para
salvarnos. A todos los preceptos de la Ley, el Evangelio contrapone este único
precepto: el amor caridad, que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones
por la fe en Jesucristo muerto y resucitado. Con la particularidad
indispensable de que ese amor a los demás se extiende a todos los seres humanos
y no solo al pueblo judío. Pablo desautoriza públicamente con argumentos
bíblicos y con gran ironía judía a los cristianos judaizantes, que pretendían
conservar el rito de la circuncisión y otras prácticas rabínicas por él bien
conocidas. Son hijos de la carne que tienen miedo a ser perseguidos por la cruz
de Cristo. No, o judíos o cristianos. Nada de eufemismos legales (Gal 5 y 6).
Pero donde Pablo pone el broche de
oro contra la presunta salvación por la observancia material de la Ley, de las
tradiciones rabínicas y de la fe sin obras, es en la primera carta a los
corintios con su canto a la caridad. Así de claro: “Si hablando lenguas de
hombres y ángeles no tengo caridad, soy como un broce que suena o címbalo que
retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y
toda la ciencia y tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, no
soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no
teniendo caridad, nada me aprovecha” (1Cor 13,1-3).
Las virtudes cristianas se han de
entender como modalidades de nuestra forma de amar a los demás como Cristo nos
enseñó. Fe, esperanza y caridad. Sí, “pero la más excelente de ellas es la
caridad” (Ib 13).
La carta de Santiago, por su parte, es un
varapalo certero contra la fe en Cristo sin las obras de caridad. “¿Qué le
aprovecha, hermanos míos, a uno decir yo tengo fe si no tiene obras? ¿Podrá
salvarle la fe?... “La fe, si no tiene obras es muerta. Mas dirá alguno: tú
tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras
te mostraré la fe”…“Pues como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también
es muerta la fe sin obras”. Y aduce como ejemplo práctico contundente de esta
tesis, como Pablo, el caso de Abrahán, y el de la prostituta Rahab (Sant 2,
1-26).
Lo mismo que Cristo argumentaba
contra las despóticas tradiciones rabínicas, poniendo ejemplos prácticos de
conflicto entre esas tradiciones y la Ley, Pablo y Santiago ilustran con
ejemplos prácticos también la preeminencia de la fe y la caridad por encima de
la Ley y de la fe sin obras.
Al filo de este discurso sobre el
endiosamiento idolatrado de leyes y tradiciones rabínicas como unidad de medida
de la conducta humana y su pecaminosidad, resulta inevitable pensar en las
rigurosas observancias monásticas en la historia de la Iglesia, el Código de
Derecho Canónico y el ritualismo sacramental. Si tomamos esos códigos de
conducta en una mano y el Evangelio en la otra, no es difícil encontrar paradojas
inadmisibles, como las encontraron Cristo, los apóstoles y evangelistas, por
relación al Antiguo Testamento[19].
10. El pecado psicológico
Llamo pecado en general a una acción humana no
conforme con la voluntad de Dios. El calificativo de psicológico hace
referencia a algún aspecto emotivo no controlado por el uso de la razón. Por
ejemplo, tengo mal carácter y me siento mal porque a veces se me va la
lengua y digo palabras fuertes a la gente. Me confieso porque mi vecino ha
dicho por ahí algo de mí que no era verdad y me siento muy mal. He
pecado contra la castidad, aunque en ese momento yo no tenía conciencia de
hacer algo voluntario y querido ni me acordé de Dios para nada, pero me ha
dejado muy mal. Me acuso de haber olvidado la penitencia que me impuso el
confesor la última vez que me confesé. Me acuso de que estaba siguiendo la misa
por televisión, me vino gana de ir al servicio, solté una palabrota, dejé la
misa y me siento muy mal.
Tratándose de materias como la misa
dominical o cualquier asunto relacionado con la vida sexual y emocional de las
personas, basta rozar la materia para que muchas se sientan mal y necesiten
psicológicamente paliar ese mal estar con la confesión. Y no se hable más
tratándose personas escrupulosas. La escrupulosidad es un calvario para el que
se confiesa y para el confesor. Es como un clavo psicológico de culpabilidad que
perfora dramáticamente toda la personalidad del penitente.
El motivo de la confesión de estas
personas es sólo porque se sienten mal. Si no se sintieran mal no se confesarían,
aunque su conducta no sea correcta. Esta es la cuestión. Estos penitentes no se
confiesan porque estén arrepentidos de algo malo que han hecho a sabiendas contra
la voluntad de Dios o contra la caridad con el prójimo, sino porque se sienten
contrariados en su sensibilidad.
En la etiología de estos casos casi
siempre hay una malformación de conciencia por relación a alguna ley que es
antepuesta a la caridad, así como evidentes disfunciones psicológicas, que nada
tienen que ver con el buen corazón de los penitentes. Dado que en estos casos
no se detecta el más mínimo desprecio de las buenas leyes, y menos aún deseo alguno
de obrar contra la voluntad de Dios y sus designios, el pecado psicológico no encaja
en la materia específica de la confesión de los pecados.
En el pecado psicológico así
entendido no se pierde la relación personal con Dios y, por lo mismo, no es un
tema propiamente teológico en términos de amor o rechazo de Dios. En cualquier
caso, independientemente de que la materia en cuestión sea de mayor o menor gravedad,
el pecador psicológico carece del grado de libertad suficiente para evitar el reincidir
en esas formas de conducta objetivamente indeseables, que producen su mal estar
emocional.
Lo que ocurre es que estos
penitentes encuentren más consuelo en el confesionario que consultando con juristas,
moralistas, amigos o psiquiatras. Pero el considerar el confesionario como
lugar propio para quitar ese mal estar emotivo que sienten, tiene el riesgo de
convertir la celebración del sacramento de la penitencia en una especie de
Valium o Paracetamol, que quita el dolor acuciante del momento, pero no la
causa del mismo. Con lo cual, el penitente reincide intermitentemente y
necesita tener siempre un confesor al lado como una caja de analgésicos en el
bolsillo. Pero esto es ya harina de otro costal.
11. El pecado teológico propiamente
dicho
Las condiciones para que tenga lugar
el pecado teológico propiamente dicho son bastante fáciles de establecer y recordar.
En primer lugar, tiene que existir una referencia consciente y deliberada a
Dios en contra de su santísima voluntad y designios para hacer o dejar de hacer
algo. El pecador teológico tiene a Dios presente y hace o deja de hacer lo que
hace encarándose abiertamente con Él, o simplemente mirando para otro lado sin
tenerle en cuenta para nada[20].
A esta condición hay que añadir la
materia o asunto de que se trate, conocimiento suficiente de causa y el grado
de libertad indispensable para que nuestros actos resulten humanos y no
meramente instintivos y ciegos. En los pecados meramente psicológicos esa falta
de libertad es manifiesta. Tratándose de los pecados teológicos, en cambio, cabe
hacer una observación importante relacionada con la conciencia.
Cuando simplemente nos damos cuenta
de lo que hacemos, abstrayendo de si es bueno o malo a los ojos de Dios y de la
recta razón, decimos que tenemos conciencia psicológica, la cual consiste en el
mero hecho de darnos cuenta de lo que hacemos sin fijarnos en su bondad o
maldad objetiva. La conciencia moral, en cambio, implica la conciencia
psicológica y el darnos cuenta al mismo tiempo de la bondad o maldad de
nuestros actos por relación a Dios y la recta razón. Lo esencial de la
conciencia moral consiste en que somos conscientes de la bondad o maldad de lo
que hacemos. En este contexto, los mafiosos son maestros en el arte de pecar
contra Dios y el prójimo.
Pero en la realidad de la vida nos
encontramos con personas cuyo drama consiste en que son plenamente conscientes
del mal que hacen, pero no pueden evitarlo. Se dan cuenta de que hacen algo
malo, pero carecen de libertad personal para dejarlo de hacer. Hay fumadores,
por ejemplo, que son conscientes del mal que se causan a sí mismos y a los
demás fumando y quisieran dejar de fumar, pero no pueden. Otros, por el
contrario, encuentran siempre razones para seguir fumando, aunque otros tengan
que pagar con ellos las consecuencias. Sin olvidar los estragos del
alcoholismo, de las drogas, de los vicios sexuales y de los lavados cerebrales
practicados por todos los fanatismos tanto religiosos como políticos. Pero
digámoslo todo. Por encima de todos esos obstáculos para evitar los pecados formalmente
teológicos, está la libertad de los hijos de Dios y su infinita misericordia.
Lo que es imposible para nosotros no lo es con la ayuda de Dios, el cual nunca
deja tirados en el camino a quienes oprimidos por el peso de sus pecados
suplican su ayuda con el corazón en la mano contrito y humillado.
12. Formas diversas de
obtener el perdón de los pecados
Hemos hablado más arriba de
las penitencias públicas de viejos tiempos, desprestigiadas por sus
implicaciones poco o nada caritativas, y cómo desembocaron en la penitencia auricular
tarifada, que aparece legalmente “judicializada” en el Codex vigente de Derecho
canónico y en el Ritual de los Sacramentos. Pero en el año 2020 apareció la
pandemia del Covid-19 y este triste acontecimiento causó mucha sorpresa y dolor
en quienes tenían la idea de que sólo se podía obtener el perdón de los pecados
en los lugares prescritos para ese fin en las iglesias y oratorios. Y todo ello
a pesar de que en los números 1434-1438, el Catecismo habla de diversas formas
de obtener el perdón de los pecados, y el canon 960 no
excluye que el perdón de los pecados se pueda tener también por otros medios en
casos especiales, aunque sin especificar ninguno en concreto.
En este contexto viene como
añillo al dedo recordar lo que decimos a continuación.
Juan Casiano, por ejemplo,
que llegó a Marsella allá por el año 416 procedente de Palestina y Egipto,
fundó dos monasterios y en ese contexto monástico escribió sus famosas Collationes.
Pues bien, en la XX habla de los múltiples caminos del perdón. O sea, de
las diversas formas de obtener el perdón de los pecados, refrendadas cada una
de ellas con citas y pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento. Vamos a ellas.
1. El bautismo. Por el
bautismo, en efecto, se perdonan todos los pecados, empezando por el pecado original,
hasta el momento de recibir cristianamente las aguas bautismales.
2. El martirio. El perdón de los pecados es un don de Dios que
se alcanza por la efusión de la sangre derramada con amor a Dios y a los
propios enemigos.
Pero esto no es todo. Hay
todavía, dice, numerosos frutos de la penitencia, para procurarnos el perdón de
los pecados.
3. La conversión.
Conversión de la que habla S. Pablo: “Arrepentíos y convertíos para que sean
borrados vuestros pecados” (Act 3, 19). O Juan el Bautista o el mismo Cristo:
“Convertíos, pues llega el reino de los cielos” (Mt 3,2).
4. La caridad. “La
caridad cubre la muchedumbre de los pecados” (1P, 4,8).
5. La limosna. La
limosna caritativa es un remedio para nuestros pecados: “El agua extingue el
fuego inflamado y la limosna expía los pecados” (Eclo 3,33).
6. Las lágrimas de
arrepentimiento. Las lágrimas sinceras nos procuran la purificación de
nuestros pecados. “Inundo mi lecho cada noche, con mis lágrimas riego mi cama
(Sal 6,7). “Para que no creamos que se llora en vano: “Apartaos de mí todos los
obradores de la maldad, porque ha escuchado el Señor el rumor de mi llanto”
(Sal 6,9).
7. Confesar nuestros
pecados. “Pero te confesé mi pecado y te descubrí mi iniquidad Dije:
Confesaré a Yahvé mi pecado y tú perdonaste mi iniquidad” (Sal 32,5). “Haz tú
mismo la cuenta de tus pecados para justificarte” (Is 43,26).
8. La aflicción del
corazón y del cuerpo. “Mira mi pena y mi miseria y quita todos mis pecados”
(Sal 24,18).
9. La corrección de
nuestra vida. “Quitad de mi presencia la iniquidad de vuestras acciones,
dejad de hacer el mal; aprended a hacer el bien, buscad la justicia, reprimid
al violento, haced justicia al huérfano, defended a la viuda. Venid, pleiteemos
juntos, dice el Señor. Aunque vuestros pecados sean como la escarlata se
volverán blancos como la nieve y si fueren rojos como la púrpura, vendrán a ser
como la lana” (Is 1,16-18).
10. La intercesión de los
santos. “Si uno viere que su hermano comete un pecado-un pecado que no
lleve a la muerte- ruegue y le será otorgada la vida” (1 Jn 5, 16). “¿Alguno de
vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia para que oren
sobre él, después de haberle ungido con óleo en el nombre del Señor; y la
oración hecha con fe parará incólume al doliente, y el Señor le reanimará; y si
ha cometido pecados, le serán perdonados”. (Sant 5, 14-15).
11. Convirtiendo a
nuestros prójimos con exhortaciones y buenos consejos. “Quien convierte a
un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la
muchedumbre de sus pecados” (Sant 5,19-20).
12. Perdonando y olvidando
las ofensas recibidas. “Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas,
también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a
los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados”
(Mt 6, 14-15).
13. El olvido y desapego a
los pecados cometidos para no repetirlos como forma de obtener también el
perdón de esos pecados. Como si dijéramos: pecados olvidados y no repetidos,
pecados perdonados.
Juan Casiano invitaba a sus
interlocutores monásticos a reflexionar sobre la diversidad de medios de acceso
al perdón de los pecados por parte de Dios. Esta realidad, según él, debe ser un
motivo de consuelo para todo pecador arrepentido y un incentivo para vivir[21].
Aparte de la penitencia
oficial, desde el siglo IV se venía hablando del perdón de los pecados mediante
la profesión monástica o ingreso en la vida religiosa, y la conversión fuera de
los claustros monásticos. Parece ser que, para los contemporáneos de san
Agustín y san Cesáreo, el renunciar a la vida del siglo para consagrarse a Dios
de una forma total, esa drástica decisión llevaba consigo la remisión de los
pecados graves sin pasar antes por la penitencia oficial de la Iglesia. La
profesión monástica era considerada como un segundo bautismo con el cual
quedaban borrados todos los pecados por graves que ellos hubieran sido.
Y qué decir de los “conversos
y “conversas”. ¿Se les perdonaban igualmente los pecados? Los conversos de los
que aquí se trata eran personas que optaban por una vida muy mortificada enteramente
casta y continente viviendo sin encerrarse en monasterios sometidos a reglas y observancias
monásticas. Solían ser matrimonios de eclesiásticos que vivían con sus esposas
en algún lugar libremente elegido constituyendo una especie de orden tercera
religiosa moderna. Pues bien, se dice que también a estos “conversos”, hombres
o mujeres, en virtud de esta opción de vida, les eran perdonados sus pecados lo
mismo que a quienes se internaban en los monasterios regulados por rigurosas
normas de vida cristiana.
Pues bien, ni la profesión
religiosa monástica ni la forma de vida de esos conversos y conversas podían
ser consideradas como un subterfugio para esquivar la penitencia eclesiástica
oficial. Sin olvidar que el compromiso de llevar una vida retirada con la
exigencia inmisericorde de la castidad perfecta, no era precisamente un
aliciente para ánimo a la mayoría de los pecadores. En la práctica no existía para
ellos otra forma de obtener el perdón de sus pecados después del bautismo que el
recurso a la severa penitencia eclesiástica, de la que hemos hablado más arriba
y plenamente en vigor en el siglo IV.
La severidad de aquellas penitencias
públicas, así como la prohibición de su repetición, llevó a muchos penitentes a
buscar consuelo espiritual por otras vías de reconciliación con Dios y la
Iglesia, más de acuerdo con el Evangelio y menos judicializadas.
13. Formas diversas de
penitencia según el Catecismo de la Iglesia
Como colofón de lo que
terminamos de decir sobre las diversas formas de obtener el perdón de los
pecados, es obligado recordar el recuento que hace de ellas el Catecismo de la
Iglesia:
1434. La
penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten
sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la
conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical
operada por el Bautismo o
por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los
esfuerzos realizados para
reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20),
la intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de pecados" (1 P 4,8).
1435. La conversión se
realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y
la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los
hermanos, la corrección fraterna, la
revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la
aceptación de los sufrimientos,
el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más
seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).
1436.
Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran
su fuente y su alimento en la
Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son
alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras
faltas cotidianas y nos preserva de pecados
mortales" (Concilio de Trento: DS 1638).
1437.
La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y
del Padre Nuestro, todo acto
sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al
perdón de nuestros pecados.
1438.
Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el
tiempo de Cuaresma, cada viernes en
memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de lapráctica penitencial de la Iglesia
(cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los
ejercicios espirituales, las liturgias
penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la
comunicación cristiana de bienes (obras caritativas
y misioneras).
1439.
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente
por Jesús en la parábola llamada
"del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre
misericordioso" (Lc 15,11-24):
la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se
encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación
profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los
cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable
ante su padre, el camino del retorno;
la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión.
El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su
familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos
el abismo de su misericordia
de una manera tan llena de simplicidad y de belleza”.
Viniendo
ahora a nuestros tiempos, cabe decir que con la triste irrupción de la pandemia
del 2020 mucha gente empezó a despertar de la modorra secular en que se
encontraba, temiendo ir derechos para siempre al sheol por no haber
podido presentarse a confesar sus pecados en los confesionarios prescritos por el
Derecho Canónico, sin conocer todas estas otras formas de alcanzar el perdón de
los pecados[22].
14. Observaciones pastorales
Largo sería hacer una
valoración crítica de cada una de esas formas enumeradas para obtener el perdón
de los pecados. La respuesta pragmática a las aporías pastorales en este campo
resulta fácil si nos atenemos a la normativa existente en el Código de Derecho
Canónico y el Ritual de los Sacramentos. Lo que ocurre es que, desde el punto
de vista práctico, al aplicar pastoralmente esas normas, surgen dificultades
serias para su aplicación, tanto por parte de los penitentes como de los
administradores del sacramento del perdón. En nuestros días cabe destacar
algunas actitudes penitenciales que complican las cosas, aparte de la
ignorancia existente de las variadas formas de beneficiarnos de la misericordia
amorosa de Dios en situaciones humanas difíciles.
Digamos para empezar que hay
quienes abandonan el sacramento de la confesión por no haber recibido el trato
comprensivo y caritativo que cabía esperar del ministro, o fueron tal vez al
confesonario buscando tres pies al gato y les dijeron que los gatos tienen dos
patas y dos manos. Sin olvidar a quienes fueron a acusar a alguien, o bien a
cargar pilas para poder seguir haciendo de su capa un sayo después de una confesión
legalmente bien hecha según el ritual aprobado por la Iglesia. El caso más
extremo de la práctica de la confesión “judicializada” tiene lugar cuando el
penitente no tiene intención de rectificar su conducta, pero exige al confesor
que le absuelva de sus pecados como en un juicio sumario bajo amenaza
implícita. Sin olvidar tampoco a quienes acuden al confesonario canónico a
pedir apoyo moral para ajustar las cuentas a alguien, a lavar socialmente su
imagen personal ante el público e incluso a provocar al confesor.
¿Por qué van unos a
confesarse sin necesidad y los que más lo necesitan no van nunca? Aquí ocurre
algo parecido a lo que ocurre en el consultorio médico. Lo cual nos permite
hablar también de confesores que conocen y aplican los criterios de
misericordia de Dios y otros que se limitan a aplicar las normas rituales
prescritas para la administración del sacramento del perdón, y si te he visto
no me acuerdo. Pero esto no es todo.
Como es sabido, Lutero
defendió a capa y espada hasta la muerte que lo que salva es la fe en Cristo
sin tener en cuenta la caridad. Su lema fue: pecca fortiter, sed crede
fortius, peca fuertemente, pero cree más fuertemente. O sea, el perdón de
los pecados se obtendría por el solo creer en Jesucristo sin necesidad de hacer
las obras buenas por Él exigidas mediante el amor al prójimo. Lo cual
implicaría también un barrido total del sentido de responsabilidad personal. El
sacramento de la confesión, por tanto, estaría de sobra. Pero esta doctrina
resulta demasiado extravagante y ajena a los hechos y dichos de Cristo hablando
del amor a nuestros semejantes como condición indispensable para ser
reconocidos por Dios en el reino de los cielos. Baste recordar este texto
emblemático de referencia entre tantos otros existentes:
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se
sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y
pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el
rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el
reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y
me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me
hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la
cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor,
¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?;
¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo
te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En
verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos
de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles.
Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber,
fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo
y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán:
“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo
o en la cárcel, y no te asistimos?”. Él les replicará: “En verdad os digo: lo
que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis
conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (Mt
25,31-46)”[23].
En esta misma línea, pero al
revés, existe otra actitud que consiste en pecar tanto cuanto nos lo pidan el
cuerpo y la mente, a condición de que nos confesemos lo antes posible de los
pecados con un funcionario de turno. Según esta mentalidad, el sacramento de la
penitencia no es considerado innecesario e indeseable al estilo luterano, sino
como absolutamente indispensable. Parafraseando el lema luterano, el resultado
de esta segunda actitud sería el siguiente: peca cuanto te apetezca y
confiésate cuanto antes. Lo cual lleva consigo la existencia de confesores
disponibles en determinados lugares, tiempos, ritos y circunstancias para
resolver cumplidamente el problema del perdón de los pecados.
Por razones obvias, los penitentes
y profesionales de esta segunda actitud son los más propensos a la
judicialización del sacramento del perdón, condicionando así la validez y eficacia
del mismo a que la celebración del mismo se realice respetando determinadas normas
canónicas establecidas con precisión casi matemática. De eso se encargan el
Derecho Canónico y el Ritual de los sacramentos.
Una observación importante de
actualidad es la siguiente. Siempre se ha hablado de la gratuidad de la gracia,
otorgada amorosamente por Dios en el sacramento de la confesión. Pues bien, en
este contexto existe una tendencia a pensar que Cristo pagó de una vez por
todas la factura de nuestros pecados pasados y venideros, de suerte que ya no
sería necesario confesarse. Como si dijéramos: olvidémonos de los pecados
cometidos en el pasado y no nos retraigamos de cometer eventualmente otros en
el futuro, porque todas esas facturas las “paga la empresa” de la redención de
Cristo. Esta es una forma actual muy socorrida de barrer el sentido de
responsabilidad personal banalizando la gracia divina del perdón con la excusa
de la gratuidad de la gracia. La gratuidad de la gracia no dispensa a nadie del
sentido de responsabilidad.
Por otra parte, resulta muy
consolador recordar el papel misericordioso que juega el sacramento de los
enfermos tal como quedó diseñado en el final de la carta de Santiago hablando
de la oración. “Alguno de vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la
Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la
oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y los pecados que
hubiere cometido le serán perdonados. Confesaos, pues, mutuamente vuestras
faltas y orad unos por otros para que os salvéis (…) Hermanos míos, si alguno
de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien
convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá
la muchedumbre de sus pecados” (St 5, 14-20).
Los exégetas hacen comentarios
sabrosos sobre estas palabras pastorales de Santiago, pero aquí sólo me
interesa destacar su relación con el perdón de los pecados. Por ejemplo, Santiago
da un consejo o recomendación pastoral y no una orden perentoria o precepto
formal de que se llame a un sacerdote o más de uno si los hubiere, para que se
personen ante el enfermo y cumplan un ritual preceptuado como una obligación
impuesta para que el enfermo encuentre alivio en la enfermedad y le sean
perdonados sus pecados graves si los hubiere. El sacramento de los enfermos,
como reconoce el propio concilio de Trento, fue recomendado y promulgado por
Santiago como un consejo y no como una imposición. En cualquier caso, la
finalidad principal de dicho sacramento es religiosa en razón de la remisión de
los pecados, sin especificar si son chicos grandes, además del alivio
terapéutico reportado[24].
Y que nadie nos venga con el
cuento de la gratuidad irresponsable invocando el capítulo undécimo de la carta
a los hebreos. La fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción
de lo que no vemos. La fe es conocimiento y confianza en Dios, ciertamente, y
por ella tuvieron lugar muchos hechos maravillosos y consoladores en la
historia de la salvación. Pero con esta convicción el autor de dicha carta
remata la faena con un programa de obras de caridad, sin cuya realización, el
mero saber por la fe de poco o nada nos serviría (Heb 11, 1-36; 23, 1-18).
15.
El pecado contra el Espíritu Santo
Hablando del perdón de los
pecados, surge inevitablemente la grave cuestión sobre el pecado contra el
Espíritu Santo. Cristo la sacó a colación cuando, habiéndose sentido calumniado
por los fariseos, quienes le acusaron de endemoniado, respondió con esta advertencia:
“Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del
hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será
perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mt 12,31-32).
Y según Marcos: “En verdad os
digo que todo les será perdonado a los hombres, los pecados y aún las blasfemias
que profieran; pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón
jamás, es reo de eterno pecado” (Mc 3, 28-29).
En qué quedamos, ¿se perdonan
todos los pecados sin reservas, o todos menos uno, la blasfemia contra el
Espíritu Santo?
Es obvio que esta forma de
hablar del Señor es bíblico-semítica de uso conocido en los documentos
rabínicos en los que las cosas se expresan con mucha frecuencia con contraposiciones
extremadas para enfatizar la gravedad de los problemas. Los exégetas se
encargan de aclarar estos extremos y los teólogos reflexionan sobre el
significado objetivo de los mismos. Pero a simple vista, la lectura de estos
textos causa la impresión de que Cristo se contradijo al decir que todos nuestros
pecados serán perdonamos, si nosotros así lo deseamos, pero a renglón seguido
afirma rotundamente que todos menos uno por su gravedad. Pues bien, teniendo en
cuenta el contexto bíblico del relato, el sentido común, así como la
experiencia propia de la vida, cabe responder pastoralmente a la cuestión del
modo siguiente.
El pecado contra el Espíritu
Santo o Hijo del hombre, es irremisible por su propia naturaleza, ya que
equivale a despreciar el perdón y a Dios que lo otorga, al que se le confunde malévolamente
con el demonio, que representa toda clase de males. Se trata por tanto de un
enfrentamiento con Dios, insultándole, calumniándole y despreciando su
misericordia y perdón. Es algo así como cerrar los ojos para no ver con la luz
del sol, fuente de toda luz terrenal. Un hombre se está muriendo de hambre, una
persona caritativa le ofrece un bocadillo, y, en lugar de tomarlo agradecido,
insulta al bienhechor al tiempo que arroja el bocadillo a un contenedor de la
basura. No obstante, la persona bienhechora sigue esperando hasta que el
desagradecido cambie de actitud y salve su vida de una muerte segura. No es que
Dios no pueda o no quiera perdonar al pecador. Es que el pecador desprecia el
perdón y a Dios mismo que le quiere perdonar. De esta forma, el pecador cierra
todas las puertas de la misericordia que Dios mantiene siempre abiertas.
Pero seamos realistas. El
cambio de actitud del pecador frente a Dios ha de producirse en esta vida, ya
que en la otra después de la muerte ya no habrá ocasión de pecar ni de
arrepentirnos de haber pecado.
Para enfatizar la gravedad de
alguna mala acción, solemos decir coloquialmente que “eso no tiene perdón de
Dios”. Lo tiene, si realmente lo quiere el malhechor, en lugar de rechazarlo y despreciar
a Dios que amorosamente lo ofrece. Pedro deseó sinceramente el perdón y lo
obtuvo sin dificultad de Cristo ofendido. Judas, en cambio, despreció el perdón
y optó por suicidarse. Se suicidó él, no le ahorcó nadie que se sepa. S. Pablo
persiguió a muerte a los cristianos y Cristo no le ajustó las cuentas por el gran
pecado cometido. Dios puede y quiere perdonar todos nuestros pecados, si
nosotros no le impedimos que lo haga. En caso contrario, el problema es enteramente
nuestro, no de Dios, cuya misericordia infinita está por encima de nuestras
miserias humanas y pecados.
16. La dificultad del
Padrenuestro
Hay personas
piadosas y de buen corazón que, cuando se habla de perdonar a quienes nos han
hecho algún mal, se suben por las paredes. Que Dios con su infinita
misericordia perdone al pecador arrepentido les resulta fácil de entender.
Perdonar es un atributo inseparable de Dios. Pero ¿se sigue de ahí que, nosotros
los seres humanos hayamos de perdonarnos mutuamente, incluyendo a nuestros propios
enemigos? Hay muchas personas que admiran y aclaman a los que perdonan, pero no
se sienten obligadas a hacer lo mismo en igualdad de circunstancias. Eso les
parece algo imposible y a nadie se le puede obligar a hacer lo que es imposible.
Casos prácticos sorprendentes en esta materia pueden encontrarse sin dificultad
entre los miembros de no pocas familias con motivo de la repartición de las
herencias familiares. Y no se hable más tratándose de perdonar a terroristas y
malhechores profesionales de toda especie.
Los redactores del Catecismo
de 1992 fueron muy conscientes de esta realidad al tratar de explicar el
significado teológico y práctico de la petición cuarta que se hace en la
recitación del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”.
Así de claro en el nº 2840 del Catecismo:
“Ahora bien, lo
temible es que este desbordamiento de misericordia (del que ha hablado antes) no
puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que
nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no
podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a
quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros
hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al
amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se
abre a su gracia”.
Continúa en el nº 2841:
“Esta petición es tan importante que es
la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña
(cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta
exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero
“todo es posible para Dios” (Mt 19, 26)”.
Y remata la faena en el nº 2845:
“No hay límite ni medida en este perdón,
esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17,
3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o
de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho, nosotros somos siempre
deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13,
8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad
en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y
sobre todo en la Eucaristía” (cf Mt 5, 23-24).
Sobre este texto cabe hacer las
siguientes observaciones.
Según
Mateo y Lucas, el perdón es una exigencia absoluta del amor entre los
cristianos y no una exclusiva de Dios. Ese perdón ha de ser absoluto sin
reservas o excepciones, si bien Lucas sitúa y destaca esa forma de conducta en
su contexto propio, que es el de la caridad. Por otra parte, ambos evangelistas
están de acuerdo en que el número siete se ha de tomar como símbolo de perfección
y universalidad, lo cual equivale a decir que hemos de otorgar perdón tantas
cuantas veces el ofensor nos lo suplique; o sea, siempre y en todas partes.
De acuerdo, dirá algún
lector, pero ¿cómo atar psicológicamente los cabos de la petición de perdón por
parte del ofensor con el perdón otorgado por parte del ofendido? Parece como si
Dios exigiera como condición indispensable para otorgarnos su perdón que
nosotros perdonemos primero a nuestros ofensores humanos, cosa que, sobre todo
tratándose de enemigos declarados, parece humanamente imposible. Esta es la
cuestión y la respuesta teológica es muy fácil: lo que no es posible para el
hombre lo es para Dios y hay pruebas contundentes y evidentes en la vida
cristiana para demostrarlo[25].
Dicho lo cual, fijemos ahora
la atención en el texto de Mateo 18,21-34.
Cabe
destacar de entrada que lo que hay que perdonar siempre y en todas partes,
pueden ser ofensas recibidas o deudas comerciales contraídas. Para efectos del
perdón es lo mismo. Una persona, por ejemplo, ofende calumniando a otra,
hablando en público mal de ella o simplemente dejando la lengua más suelta de
lo debido. Cuando esa persona se queda sola, recapacita y la conciencia le pasa
la factura de su conducta, al día siguiente se encuentra con la persona agraviada
y le pide sinceramente perdón por lo ocurrido. Así las cosas, la persona
ofendida tranquiliza a su ofensor quitando hierro al asunto y no se habla más
del ello.
Otras veces se hacen
préstamos financieros acordando las condiciones de su devolución a plazos. Pero
en un momento dado el beneficiado del préstamo no puede cumplir con su palabra
y expone su situación al prestamista o fiador; éste examina la situación y le
perdona el resto de la deuda contraída con él. Esto puede ocurrir lo mismo entre
personas particulares que entre naciones ricas y pobres. Lo cual significa que el
perdón entre personas humanas e instituciones públicas es un hecho no demasiado
habitual, pero real y deseable.
Ahora bien, cuando rezamos el
Padrenuestro, apelamos a estos hechos suplicando a Dios que haga Él lo mismo
con nosotros cuando nos convertimos en deudores suyos con nuestras malas
relaciones con Él y con nuestros semejantes. O lo que es igual, violando
altaneramente el mandado divino del amor a Dios y al prójimo. Pues bien, si nosotros,
siendo malos somos capaces de hacer cosas buenas como estas, ¡cuánto más será
Dios bueno con nosotros poniendo amorosamente a nuestro servicio su
misericordia divina! Esto no parece ofrecer mayor dificultad de comprensión. El
punto neurálgico de la cuestión está en la modalidad como nosotros y en
la exigencia de que sean incluidos también nuestros enemigos, si los hubiere.
«Perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Este “como” condicional, advierte
el Catecismo, no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es
perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); «Sed misericordiosos,
“como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,
34).
Intentemos aclarar las cosas. Observar
el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el
modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida “del fondo del
corazón”, en la santidad, en la misericordia en el amor de nuestro Dios. Sólo
el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros
los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1.
5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como”
nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
Digamos esto mismo de otra manera.
Cuando se nos pide que perdonemos a
nuestros ofensores o deudores como condición previa para que Dios nos perdone a
nosotros, seres humanos, Dios no nos está pidiendo hacer algo imposible sino algo
proporcionado al modo humano a nuestro alcance. Cumplida esta condición
previa, Dios nos perdonará después al modo divino. La condicional como,
por tanto, no significa igualdad en la forma de perdonar. Dios nos
perdona a nosotros con amor divino infinito y los seres humanos sólo podemos
perdonar a nuestros ofensores y deudores de forma ajustada a los límites de
nuestra naturaleza humana. Si la condicional como nosotros, significara igualdad,
estaríamos suponiendo que somos iguales a Dios, lo cual no tiene sentido
ninguno. Significa sólo semejanza proporcional, dada la diferencia
existente entre Dios nuestro creador y nosotros sus criaturas. El déficit por
parte nuestra, para dejar de sentir la ofensa y el deseo de vengarla, lo suple
la fuerza del Espíritu Santo.
No hay motivo pues para que nos
asustemos por la advertencia innegociable de Jesús, que reza así: “Porque si
vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro
Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco
vuestro Padre os perdonará vuestros pecados” (Mt 6, 14-15).
Este es, en efecto, el gran
principio de la moral cristiana, cuya culminación tiene lugar en el precepto
del amor a Dios y al prójimo sin fisuras ni excepciones.
Ahora bien, lo del perdón a los
enemigos, que es el zénit del precepto, es harina de otro costal. Los hombres,
en efecto, somos capaces de perdonarnos pequeñas ofensas recibidas y deudas
pecuniarias contraídas, pero perdonar al enemigo declarado, sin devolverle el
mal que nos hace, resulta imposible sin la fuerza del Espíritu Santo. El
ejemplo más elocuente de la existencia de esa posibilidad de perdón lo tenemos
en el propio Cristo clavado en la cruz y en los mártires derramando su sangre
por amor a Dios perdonando al mismo tiempo a sus verdugos. Dios no nos exige nada
imposible para el ser humano, pero sí nos pide lo que nos es posible con la
ayuda de su misericordia divina, como es el perdonar al enemigo. Los seres
humanos no somos Dios ni podemos igualarnos a Él, pero sí podemos hacer cosas
según sus designios y las limitaciones propias de nuestra naturaleza creada y
redimida, contando con la fuerza del Espíritu de Dios, que es el Espíritu Santo
que está siempre a nuestra entera disposición.
17.
El confesonario de Cristo
1) Derecho
canónico
En el código de
Derecho canónico hay prescripciones taxativas sobre los protagonistas del
sacramento de la penitencia y la forma de celebrarlo en clave de justicia legal
de modo parecido a como se hace en cualquier código legislativo civil. No en
vano, como queda dicho, la disciplina penitencial de la Iglesia imitó a los
códigos legislativos germánicos. Recordemos la disciplina canónica vigente a
este respecto para compararla con las formas, modos y lugares de la
administración de la misericordia y el perdón por parte de Cristo durante su
vida pastoral en Palestina.
- Canon 960: “La
confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo
ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se
reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral
excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede tener también
por otros medios”.
- 961 § 1. “No puede
darse la absolución a varios penitentes a la vez sin previa confesión
individual y con carácter general a no ser que:
1 amenace un peligro de
muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la confesión
de cada penitente;
2 haya una necesidad
grave, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes
confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo
razonable, de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían
privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada
comunión; pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer
de confesores a causa sólo de una gran concurrencia de penitentes, como puede
suceder en una gran fiesta o peregrinación.
§
2. Corresponde al Obispo diocesano juzgar si se dan las condiciones requeridas
a tenor del § 1, 2, el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los
demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en los
que se verifica esa necesidad”. O sea, que son las autoridades quienes
determinan la conveniencia o necesidad de optar por una u otra forma de
dispensar el perdón”.
- 962 §1. “Para que un
fiel reciba válidamente la absolución sacramental dada a varios a la vez, se
requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez
hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que
en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese modo”.
§ 2. “En la medida de lo
posible, también al ser recibida la absolución general, instrúyase a los fieles
sobre los requisitos expresados en el § 1, y exhórtese antes de la absolución
general, aun en peligro de muerte si hay tiempo, a que cada uno haga un acto de
contrición”.
- 963: “Quedando firme la
obligación de que trata el c. 989, aquel a quien se le perdonan pecados graves
con una absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes
posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de
no interponerse causa justa”.
- 964 § 1. “El lugar propio para oír confesiones es una
iglesia u oratorio.
§
2. Por lo que se refiere a la sede para
oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo caso
que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre
el penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo
deseen.
§
3. No se deben oír confesiones fuera del
confesionario, si no es por justa causa”.
Es obvio que el legislador
canónico estableció criterios condicionantes del perdón con mentalidad más
restrictiva que generosa de nuestra libertad. Ciertamente con la buena
intención de garantizar el servicio de misericordia, pero ello implica reducir en
la práctica la posibilidad de su dispensación. Toda ley humana tiende a
restringir nuestra libertad más que a estimularla. Por ello, si los ministros
del sacramento del perdón se limitan a aplicar las normas canónicas
establecidas para su celebración sin más consideraciones, corren el riesgo de
minimizar el efecto consolador de la misericordia divina otorgada. En los
relatos evangélicos que nos hablan de la forma de absolver Cristo a quienes
acudían a Él agobiados por el peso de sus pecados, pidiendo perdón y
misericordia, no aparecen normas reguladoras de la administración del
sacramento al modo como aparecen en el Derecho canónico de la Iglesia. Recordemos
algunas escenas de contraste.
2) ¿Prescripciones legales del Evangelio?
Ninguna. El confesionario de Jesús se instalaba
automáticamente allí donde la gente acudía a Él para obtener misericordia con
el corazón sinceramente contrito y humillado. Para Jesús, ese corazón contrito
y humillado, descrito en el salmo 50, era la piedra angular del perdón
divino. Recordemos algunos de sus versos
más conmovedores:
Misericordia, Dios mío, por tu
bondad,
por tu inmensa compasión borra mi
culpa;
lava del todo mi
delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra
ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu
firme;
no me arrojes
lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no
lo querrías.
Mi sacrificio es
un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y
humillado,
tú no lo desprecias. (Sal 50, 3-6. 12-13.18-19).
a) Texto:
“Y si el malvado se retrae de su
maldad, y guarda todos mis mandamientos, y hace lo que es recto y justo, vivirá
y no morirá. Todos los pecados que cometió no le serán recordados, y en la
justicia que obró vivirá. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor,
Yahvé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? Pero, si el
justo se apartare de su justicia e hiciere maldad conforme a todas las
abominaciones que hace el impío, ¿va a vivir? Todas las justicias que hizo no
le serán recordadas; por sus rebeliones con que se rebeló, por sus pecados que
cometió, por ellos morirá. Y si dijereis: No es recto el camino del Señor,
escucha, casa de Israel. ¿Que no es derecho mi camino? ¿No son más bien los vuestros
los torcidos? Si el justo se aparta de su justicia para obrar la maldad y por
eso muere, muere por la iniquidad que cometió. Y si el malvado se aparta de su
iniquidad que cometió y hace lo que es recto y justo, hará vivir su propia
alma. Abrió los ojos y se apartó de los pecados cometidos, y vivirá y no
morirá. Y dice la casa de Israel: ¿No son derechos los caminos del Señor? ¿Que
no son derechos mis caminos, casa de Israel? ¿No son más bien los vuestros los
torcidos? Yo, pues, os juzgaré a cada uno según sus caminos, ¡oh casa de
Israel! dice Yahvé. Volveos y convertíos de vuestros pecados, y así no serán la
causa de vuestra ruina. Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que
cometéis, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de
querer morir, casa de Israel? Que no quiero yo la muerte del que muere.
Convertíos y vivid (Ez 18, 21-32).
b)
Comentario breve.
En
este fragmento se expresa ya con claridad meridiana la disposición de Dios a
perdonar al pecador sin otra exigencia que la conversión y cambio de vida. Basta
la buena voluntad de querer cambiar de vida a mejor para que Dios haga caso
omiso de los pecados pasados, que no le serán más recordados.
Dado
que Dios es justo y misericordioso, no se complace en la muerte física e
inmediata del impío, que era considerada como el máximo castigo. Pero sin
olvidar que vida en la literatura sapiencial tiene el sentido de relaciones
amistosas con Yahvé. Pues bien, el profeta no alude aquí a una muerte
espiritual de ultratumba, a la que se refería san Pablo. Cuando Pablo decía que
Dios quiere que todos hombres se salven, (1 Tm 2,1-8), se refería a su vida después
de la muerte física terrenal. Esta es una nueva perspectiva neotestamentaria no
contemplada todavía en este estadio de la revelación de la época de Ezequiel.
Este ilustre profeta
parece querer resaltar ante los exilados el grado de responsabilidad de cada
individuo ante Dios. Por eso, le interesa más que otra cosa destacar la
voluntad sincera de arrepentimiento de cada hombre en particular en sus
relaciones presentes con Dios. Los pecados del pasado no serán recordados para
seguir ajustando las cuentas por ellos, lo cual no significa que las obras
pasadas carezcan en absoluto de valor ante Dios, sino que se han de entender en
el sentido relativo de que lo que interesa sobre todo son las buenas obras
actuales. Por muy buenas que hayan sido las pasadas, si las presentes son
malas, de nada sirven para justificarse ahora ante Dios. Desde la perspectiva del profeta, lo que él quiere
resaltar es que lo que interesa ahora es la conducta presente, no la pasada. No
debemos retrasar la conversión y reconciliación con Dios ni un solo momento. El
futuro de nuestra salvación (seguir viviendo en este mundo según el Antiguo
Testamento, o después de la muerte terrenal en otra dimensión de la existencia,
según el Nuevo) nos lo jugamos en cada momento presente reconociendo sólo una
importancia relativa al pasado.
Se
comprende que los oyentes de Ezequiel, habituados a vivir recordando el pasado
como piedra angular del futuro colectivo del pueblo de Israel, encontraran
mucha dificultad en entender su enfoque profético más personalizado de la vida
y la respuesta a Dios mediante la conversión individual para alcanzar su divino
perdón. Los oyentes de Ezequiel estaban muy mentalizados con la idea de
solidaridad privilegiada con el prójimo judío como colectivo social y con su
pasado histórico, por lo que no les parecía justo lo que, según el profeta,
Dios esperaba de ellos: “No es recto el camino del Señor”. Pero en realidad – comentó
Maximiliano García Cordero, O.P., “lo que es recto es la nueva doctrina de que
cada uno sufra por sus pecados y de que ante todo interesa la actitud presente
del pecador. En este supuesto, les invita a entrar por el camino de la sincera
conversión como único medio de librarse de la ruina. Es preciso un corazón y un
espíritu nuevo una nueva disposición interna de acercamiento sincero a Dios. Es
el pacto nuevo escrito en los corazones, de que habla Jeremías, como gran
promesa mesiánica. En el nuevo orden de cosas”[26].
Los jefes de Israel quieren hacer caer
a Jesús en el cepo de la Ley para ajustarle las cuentas. Esta mujer ha cometido
adulterio y según la ley debe morir (Lev 20,10; Dt 22,22-ss). ¿Qué opinas sobre
esto? De momento, silencio elocuente por respuesta. Jesús rompe el silencio y
responde a los celosos cumplidores de la Ley con otra pregunta “ad hominem”
también no menos comprometedora: “El que de vosotros esté libre de pecado, que
tire la primera piedra” contra ella. Ni piedras ni palabras por su parte, se
marcharon con el rabo entre las piernas pillados en el cepo de su propia hipocresía
y vergüenza personal.
¿Nadie te condenó? ¡No, Señor! Yo te
absuelvo de tus pecados y no peques más, hija mía. En resumidas cuentas: examen
de conciencia sumario, contrición de corazón sin necesidad de confesión verbal,
absolución y dejar de pecar como penitencia.
El caldo de cultivo de los acusadores
era el cumplimiento de la ley y nada más. Y el caldo de cultivo de Jesús, el
amor de Dios y al prójimo, comprensión, perdón y salvación. ¿Lugar y gestos
rituales para la celebración del sacramento del perdón? No otros que los
improvisados sobre el terreno de acuerdo con las circunstancias de lugar y
tiempo de los acusadores, de la penitente y del ministro del sacramento.
- Caso B. Comiendo en casa de un
fariseo (Lc 7, 36-50)
En este caso el confesonario no fue
improvisado al aire libre. El confesonario de Jesús en esta ocasión fue el
comedor de un fariseo donde Jesús se encontraba invitado supuestamente a
almorzar. ¿Prostituta callejera ella o de mayor rango social sin excluir el
farisaico? No lo sabemos ni importa saberlo. Lo que importa es lo siguiente: “Y
he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo
que (Jesús) estaba a la mesa en casa del fariseo, con un pomo de alabastro de
ungüento se puso detrás de Él, junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con
lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus
pies y los ungía con el ungüento”.
El fariseo anfitrión, que Simón se
llamaba, no salía de su asombro y posiblemente pensó para sus adentros: ¿A dónde
vamos a llegar con este Jesús de Nazaret? ¡Si supiera quién es esta fulana! Jesús
se tomó entonces la confianza de darle una lección en su propia casa. Mira,
Simón, no te asombres. Un prestamista tenía dos deudores, a uno le perdonó una
deuda grande y al otro una pequeña. ¿Cuál de los dos debería estar más
agradecido al prestamista? Y Simón contestó correctamente.
Pues bien, continuó Jesús, según las
buenas costumbres de Israel, al llegar yo aquí a tu casa deberías haber hecho
conmigo una serie de cosas que no has hecho. Esta mujer, en cambio, ha regado
mis pies con sus lágrimas de amor y los ha enjugado con sus cabellos; desde que
entré no ha cesado de besarme los pies y los ha ungido con ungüento. “Por lo
cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”. Y a
ella le dijo: “Tus pecados te son perdonados (….) Tu fe te ha salvado, vete en
paz”.
Jesús perdonó los muchos e importantes pecados
de esta mujer arrepentida y que derramó lágrimas y gestos de amor con el
corazón contrito y humillado. Su fe o confianza en Jesús, demostrada con obras
concretas de amor sincero, atrajeron hacia ella la misericordia y el perdón divino
como el imán al hierro. No hubo confesión oral audible de sus pecados ni escuchó
ninguna penitencia añadida por los mismos. Jesús se limitó a absolverla sin más
averiguaciones y despedirla inundada de felicidad y de paz. ¿Fe sin caridad?
¿Caridad sin fe? ¡Pobre Lutero y pobres paganos cristianos!
- Caso C. La cruz como
confesonario. (Lc 23, 42-43)
Según Lucas, uno de los dos ladrones
crucificados al lado de Jesús le insultó. “Pero el otro, tomando la palabra, le
reprendió diciendo: ¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a
Dios? …, pero éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino. Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el
paraíso”.
Jesús fue conducido legalmente a la
cruz, la cual se convirtió en el confesonario canónico judío donde escuchó la
confesión oral y pública del penitente, el cual recibió sin demora la
absolución de sus pecados sin penitencia ninguna añadida. Pero sigamos
adelante.
19. Oveja perdida, dragma encontrada
e hijo pródigo
Un día los publicanos y pecadores se
acercaron a Jesús para oírle y los fariseos y escribas murmuraron echándole en
cara que acogía a pecadores y comía con ellos: “Se acercaban a Él todos los
publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban
diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,1-2).
Con una hipérbole manifiesta, al decir
todos los publicanos, Lucas plantea el tema central del capítulo sobre la
misericordia de Dios. A estos publicanos y pecadores no les interesaba para
nada la pureza legal farisaica, pero acudían a Cristo para oírle. Esto levantó
la censura habitual de los fariseos y escribas para murmurar contra Jesús,
porque comía y acogía a esos tildados de pecadores según la mentalidad
farisaica. Así las cosas, Lucas articula la respuesta de Jesús en tres
parábolas con la misma finalidad: destacar la misión y el gozo de Cristo por
salvar a los pecadores.
a) La parábola de la oveja perdida
“¿Quién
habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas,
no deje las noventa y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida hasta
que la halle? Y, una vez hallada, la pone alegre sobre sus hombros, y, vuelto a
casa, convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he
hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por
un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan
de penitencia” (Lc 15,3-7)
Mateo trae a colación esta parábola en
un contexto distinto que el de Lucas, pero con la misma intención de destacar
la búsqueda de la oveja perdida o pecador por parte de Dios mediante el recurso
literario a la conducta de un buen pastor palestino de ovejas cuando al final
del día se da cuenta de que le falta una de las ciento del rebaño. De modo
similar, Dios busca al pecador que se ha perdido en los caminos del pecado
poniendo de manifiesto que es voluntad de Dios el que no se pierda ni una sola de
sus ovejas pecadoras. Lucas va más directamente que Mateo al tema de la
misericordia de Dios sobre el pecador, destacando la forma dinámica y
persistente de la búsqueda. Dios busca a los pecadores de muchas formas y
maneras hasta hallar a cada oveja perdida o pecador, lo cual constituye un
motivo de gozo en el cielo. De una manera enfática, se advierte que bien vale
la pena dejar provisionalmente al resto del rebaño al cuidado de algún pastor
amigo, o en algún lugar conocido como seguro, para empeñarse en la búsqueda de
la oveja perdida. Todo el esfuerzo desplegado en la búsqueda de la perdida (el
pecador) queda compensado por el gozo de haberla encontrado y devolverla al
redil llevándola amorosamente acuestas como si fuera un bebé para acostarlo y
dormirlo con una canción de cuna. El buen pastor tiene además particular
interés en compartir su alegría por el hallazgo con vecinos y amigos. Pues
bien, si esto ocurre en la vida bucólica del pastoreo de ovejas perdidas,
¡cuánto más ocurrirá en la vida del pastoreo divino de nuestras vidas humanas
perdidas en los campos y desiertos del pecado!
Dios no ama menos a los justos que al
pecador arrepentido; pero a este pecador ahora arrepentido Dios lo ha buscado
de muchas formas con su gracia divina, como el pastor ha hecho con su oveja con
su entusiasmo humano.
b) La parábola de la dragma perdida
“¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si
pierde una, no enciende la luz, barre la casa y busca cuidadosamente hasta hallarla? Y, una vez hallada, convoca
a las amigas y vecinas, diciendo:
Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma, que había perdido. Tal os digo que será la alegría entre los ángeles de Dios
por un pecador que haga penitencia”. (15, 8- 10).
Cabe destacar en este breve relato
pastoral de Jesús la forma minuciosa de describir la búsqueda por parte de la mujer
de tan preciada joya perdida. La dracma ática tenía un valor equivalente al
denario romano y la mujer barre y revuelve todo para encontrarla, dando por
descontado que en las casas pobres el suelo era de tierra pisada. Tal es el
gozo de esta pobre mujer por aquella dracma perdida y encontrada, que convoca a
la vecindad para que la feliciten y se alegren con ella por el feliz encuentro
de la perla. Y ahora viene lo mejor del cuento pastoral de Jesús.
De modo parecido, habrá grande alegría
entre los ángeles por un solo pecador que se convierta. Los ángeles de Dios son
una forma sinónima de expresar la alegría que hay en el cielo de la parábola
anterior. El pecador convertido pertenece a la familia del cielo, y hay gozo grande
cuando el pecador convertido vuelve a esta familia. Cada pecador convertido es
para Dios como una joya perdida encontrada para alegría de todos.
El
texto de esta parábola que conviene leer muy reflexivamente es el siguiente:
“Y añadió: Un hombre tenía dos hijos,
y dijo el más joven de ellos al padre: Padre, dame la parte de hacienda que me
corresponde. Les dividió la hacienda, y, pasados pocos días, el más joven,
reuniéndolo todo, partió a una lejana tierra, y allí disipó toda su hacienda
viviendo disolutamente. Después de haberlo gastado todo, sobrevino una fuerte
hambre en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir
a un ciudadano de aquella tierra, que le mandó a sus campos a apacentar
puercos, l6 Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los
puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi
padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré
a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy
digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y,
levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, viole el padre, y,
compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Díjole
el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser
llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica
más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies,
y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos, porque este
mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido
hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. El hijo mayor se hallaba en el
campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y
llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha
vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro, porque le ha
recobrado sano. Él se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó.
Él respondió y dijo a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás
haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta
con mis amigos; y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su hacienda con
meretrices, le matas un becerro cebado. Él le dijo: Hijo, tú estás siempre
conmigo y todos mis bienes tuyos son; pero era preciso hacer fiesta y
alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto, y ha vuelto a la vida; se
había perdido, y ha sido hallado”. (Lc 15,1-3. 11-32).
Esta parábola con perfil alegórico es una
de las más bellas del Evangelio y expresa efusivamente la misericordia de Dios
sobre el pecador arrepentido para perdonarlo. Es evidente que este padre de la
parábola es Dios mismo y el hijo menor parece representar alegóricamente a los
publicanos y pecadores, los cuales se preocupaban poco o nada por no incurrir
en la impureza legal ni en la proyección moral de sus vidas al estilo gentil y
de pecadores en general.
Y
el hijo mayor, ¿a quién representa?
Lo
más lógico es pensar que representa a los justos, que en esta redacción de Lucas
abarca a los cristianos. Podrá resultarnos extraño que los cristianos representados
por el hijo mayor, protesten contra la conducta misericordiosa de Dios con el
pecador. Pero no olvidemos que Cristo era un pedagogo consumado que anotó este rasgo
de la parábola para resaltar como siempre los planes de Dios. El hijo mayor representa
en la parábola a todas esas personas que llevan una vida muy legal y
convencional al modo humano, mostrando su falta de interés por conocer los
misterios de la divina misericordia. El hijo mayor parece ser un hombre
acomodado a las leyes y costumbres familiares, pero que no está dispuestos a
perdonar la más mínima infracción de esos hábitos y costumbres considerados
como legales y, por lo mismo, buenos. Tenemos así que el hijo mayor de la
parábola, el bueno y justo de la familia, se niega en rotundo a recibir a su
hermano arrepentido en la casa paterna, aunque entre de la mano de su padre.
El
padre de la parábola refleja la imagen de Dios como Amor, revelada en su rostro
visible, Cristo, en contraste con la imagen extendida en el Antiguo Testamento
de un Dios temeroso a primera vista castigador y temible. Tanto el hijo menor
como el mayor de la parábola son impresentables por su forma de comportarse, y,
no obstante, el Padre los soporta con paciencia infinita dejándoles abiertas de
par en par todas las puertas de su misericordia. Esa actitud amorosa de Dios con
los hermanos de la parábola es la que mantiene con todos nosotros, pobres
pecadores condenados a morir y condenarnos por anemia de amor, si no nos
arrepentimos y convertimos. No es que nos condene Él, sino que nos condenamos
nosotros mismos por tontos más que por pecadores.
Más
arriba hemos reproducido el texto del nº 1439 del Catecismo de la Iglesia en el
cual se hace hincapié en el proceso psicológico de conversión del hijo menor de
la parábola y el resultado final del mismo regresando a la casa del padre
misericordioso, que es Dios. Recordémoslo también en torpes, atrevidos y
humildes versos.
Los dos con su propia mujer,
Los crió como padre bueno,
Pero ellos muy ingratos ser.
El más chico era un vivales,
El grande un fiel trabajador,
Y los dos, ambos hermanos,
Se peleaban día sí y otro no.
La herencia de los padres,
Es siempre una tentación,
Para los hijos mal nacidos,
Siendo hermanos sólo dos.
El más chico y descarado,
Al su buen padre le exigió,
La parte suya de herencia,
Sin vergüenza y sin pudor.
Oh, tenla pues ya, hijo mío,
Vaya también mi bendición,
Dios te acompañe siempre,
En las penas y en el dolor.
Abandonó su casa paterna,
Con la bolsa y su morral,
Muy sólo se fue por la vida,
Con mujeres malas a folgar.
La herencia ya dilapidada,
A los cerdos fue él a pedir,
De sus bellotas un cuenco,
Para sobrevivir y no morir.
El hambre fue aumentando,
Cada día sin poderlo apagar,
Se acordó entonces de casa,
Y a ella se decidió retornar.
Pero qué diré yo a mi padre,
Pensó muy dentro de su ser,
Y sin dudarlo un momento,
Se puso en camino hacia él.
Su padre siempre esperaba,
De su hijo chico retorno ver,
Y al verlo venir desde lejos,
Tranquilo esperó con placer.
Acortando su padre distancia,
Fue a su hijo abrazar y besar,
Pues muy feliz se encontraba,
Viendo al hijo perdido tornar.
Con su hambre y mucha sed,
Cuando miró y vio a su padre,
Muy triste y más arrepentido,
Corrió a sus pies a postrarse.
Yo soy tu hijo el mal nacido,
Y que me olvidé de tu amor,
Te ruego que me perdones,
Y aceptes como a un labrador.
Pero tú no eres otro operario,
Tú eres mi hijo el más menor,
Vayamos pues a nuestra casa,
A retorno celebrar con honor.
No soy digno de tanto honor,
Por mi conducta tan inmoral,
Sólo te pido ahora padre mío,
Un sitio para trabajar y sudar.
Basta ya, hijo, de disculpas,
Que te conozco muy bien yo,
Incluso mejor que tu madre,
Que con tanto amor te parió.
Yo no soy empresario rapaz,
Que explota a trabajadores,
Dando trabajo como a burros,
Y de beber en los cangilones.
Soy hombre temeroso de Dios,
Y los trato a mis hijos por igual,
Sean ellos justos o pecadores,
Para con amor poderlos salvar.
Jesús
presenta a Dios como el AMOR con mayúsculas y no como un juez implacable con
sus debilidades humanas, y que conoce mejor que nadie la forma incorrecta e
inaceptable de sus dos hijos. El mayor representa la legalidad y la hipocresía,
y el menor la irresponsabilidad egoísta juvenil. El padre no aprueba el
comportamiento de ninguno de los dos hijos suyos y sólo desea que el dado por
perdido vuelva a casa, y el legalmente justo sea humano y caritativo,
recibiendo a su hermano sin rencor ni ajuste de cuentas. Jesucristo, como
rostro vivible de Dios, hablaba y se comportaba siempre como espejo divino del
amor de Dios, y esta parábola constituye un ejemplo verbal basado en la
realidad de nuestra vida diaria, difícil de superar y tal vez único en la
literatura universal. El amor de Dios es el amor de un padre bueno que sólo
busca la felicidad de sus hijos y no el ajuste de cuentas por sus formas
incorrectas de conducta que él siempre desaprueba.
Leyendo
esta bella parábola resulta muy interesante constatar que el penitente quiere espontáneamente
confesar oralmente sus pecados delante de su padre para darle cuenta de su vida
pecadora, pero el padre le dispensa de hacerlo y lo único que desea es que
acepte regresar con él a la casa paterna para celebrar su retorno y no para
castigarle. No hay confesión jurídica de pecados ni penitencia ninguna
compensativa por la obtención del perdón. Todo el problema se resuelve con
arrepentimiento sincero, conversión real a Dios y presentarse a Él donde quiera
lo encuentre con el corazón en la mano contrito y humillado.
20. Reflexiones finales
Como hemos visto, primero se imitó a
los tribunales públicos de justicia social germanos, Inocencio III en la edad
media decretó que había que confesarse por lo menos una vez al año, y en el Concilio
de Trento sentenciaron con el canon 7 que el pecador tenía además la obligación
de esforzarse por precisar con la mayor exactitud posible el número y especie
de cada uno de los pecados cometidos. Algo así como ocurre en un juzgado
público social de primera instancia. Cabe destacar también que en la
formulación del susodicho 7 se maneja un lenguaje propio de filósofos griegos y
no bíblico con la exégesis bíblica correspondiente que cabría esperar.
En resumidas cuentas, que tanto el
Ritual de 1972 como Codex de 1983 adolecen de lo que se ha denominado
elefantíasis jurídica. Elefantíasis es un término tomado de un cuadro clínico
patológico, que consiste en el síndrome caracterizado por el aumento de algunas
partes del cuerpo humano, sobre todo en las extremidades. Por analogía con este
fenómeno clínico se habla también del síndrome de elefantíasis judicialista del
sacramento de la penitencia. Con esta expresión se quiere destacar hasta qué
punto indeseable se ha parangonado la administración del sacramento de la
penitencia con el confesonario como si este fuera un juzgado social de primera
instancia en el que el juez legalmente más severo es considerado como el mejor
y más aconsejable. Todo lo cual choca con los hechos y dichos de Cristo
administrado la misericordia y el perdón de Dios durante su vida pastoral en
tierras de Palestina, como se desprende de los ejemplos prácticos que hemos
recordado en estas páginas.
Con la pandemia del 2020 se ha visto
con toda claridad que no todas las prescripciones legales y rituales
litúrgicas, a las que estábamos ya habituados, pueden ser consideradas válidas en
el futuro de forma indiscriminada y atemporal. En este sentido pienso que tal
vez el discurso sugestivo de reforma que hemos hecho en estas páginas, en
relación con el sacramento del perdón, podrían servir para ir a la sustancia
del sacramento imitando a Cristo y no a los jueces de primera instancia instalados
en los confesonarios con el código penal en la mano. Conviene no confundir en
la práctica del sacramento del perdón, la doctrina revelada y contenida en el Depositum
Fidei Apostólico con los “constructos teológicos y litúrgicos” surgidos a
lo largo y tendido de la historia de la Iglesia y de las instituciones
canónicas de reflexión teológica. La coordinación funcional de ambas realidades
resulta imprescindible para el ejercicio de una pastoral ajustada lo más
posible a los Hechos y Dichos de Cristo.
[1] Cf BÁRBARA MARÍA HANYCH SULMA, Bárbara y
Mabel. Metamorfosis del corazón, Madrid 2021.
[2] Cf. SACRA CONGREGATIO PRO
CULTU DIVINO, Rituale Romanum, Ordo Penitentiae, Editio Typica, Vaticano 1974. COMISIÓN
EPISCOPAL ESPAÑOLA Y CELAM, Ritual
de los sacramentos, Barcelona 1966.
[3] La estructura redaccional de
los cánones 959 al 991 sobre el sacramento de la Penitencia y el lenguaje allí utilizado
se encuentran en cualquier código en clave de normas, premios y castigos, sin
ninguna concesión al perfil amoroso de los relatos evangélicos en los que se nos dice cómo Cristo perdonaba
misericordiosamente los pecados. La misma mentalidad se refleja de otro modo en
el ritual de la penitencia de la iglesia ortodoxa. Véase, por ejemplo, JOACHIN
PARVULESCU, Sfanta Taina a Spovedaniei pe intelesul tuturor, Manastirea
Lainici-Gorj, 2000.
[4] El
tema del sacramento de la Penitencia ha sido últimamente muy estudiado por
moralistas y liturgistas antes, durante y después del Concilio Vaticano II. Espigo
aquí sólo algunos títulos de fácil acceso para el lector y apoyatura de nuestro
breve discurso. CYRILLE VOGEL, El
pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona 1968. DOMICIANO
FERNÁNDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones. Posibilidad dogmática y
conveniencia pastoral de la absolución general sin confesión privada,
Bilbao 1989; Futuro de la reconciliación sacramental en las comunidades
religiosas, en Vida Religiosa 36 (1974) 405-416; Valores y contravalores
del Nuevo Ritual de la Penitencia, en Pastoral Misionera, marzo-abril
(1975) 56-71; Celebración comunitaria de la penitencia evangélicamente
fundada, históricamente ratificada, dogmáticamente correcta, pastoralmente
recomendable, Madrid 1999. CHARLES
MUNIER, Tertulien. La pénitence. Introduction, texte critique, traduction et
commentaire, París 1984. JESÚS
BURGALETA y MARCIANO VIDAL, El sacramento de la penitencia. Crítica pastoral
del Nuevo Ritual, Madrid 1975.
JOSÉ RODRÍGUEZ
MOLINA, Historia de la confesión pública y auricular, Gazeta de
Antropología, 2008, 24 (1), artículo 11· http://hdl.handle.net/10481/7067 Versión HTML · Versión PDF.
[5] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA
CATÓLICA, (1992) nn.
1423-1424.
[6] TERTULIANO, De paenitentia,
cap. 9-10 y De Pudicitia, cap. 3, 5,13,17.
[7] "Manus autem impositio non, sicut baptismum,
repeti non potest" (PL 43, 149). S. Ambrosio: "Nam
si vere agerunt poenitentiam (peccatores) iterandum postea non putarent, quia sicut unum baptisma, ita una
poenitentia, quae tamen publice agitur".
[8] Cf CYRILLE VOGEL, El pecador y la
penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona 1968, pp. 29-35; Penitencia en La Edad Media, 97 (Cuadernos Phase) – 1 junio 2006.
CYRILLE VOGEL- ALEXANDRE FAIVRE, Rémission des péchés en Recherches sur les Systèmes Pénitentiels dans
l'Eglise Latine (Variorum Collected Studies) jul 7, 1994.
[9] "Poenitentia publica de
peccatis publicis, oculta de occultis" (PL, 107, 342).
[10] Nº 1447 del CATECISMO DE LA
IGLESIA: “A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia
ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los
primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido
pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría,
homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según
la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a
menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este
"orden de los penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves)
sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida.
Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición
monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica
"privada" de la Penitencia, que no exigía la realización pública y
prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la
Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta
entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad
de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular
del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de
los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la
forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días”.
[11] DOMICIANO
FERNÁNDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones, Bilbao 1989, pp. 26-27.
Véase también JOSÉ RODRÍGUEZ MOLINA, La confesión auricular. Origen y
desarrollo histórico, en Gazeta de Antropología, 24 (2008/1), artículo 11. CYRILLE VOGEL, Les
libri paenitentiales, Brepols 1978; Le pécheur
et la pénitence au Moyen Äge. Textes choisis, traduits et commentés par Cyrille
Vogel.
[12] JESÚS BURGALETA y MARCIANO VIDAL, Sacramento
de la Penitencia. Crítica pastoral del Nuevo Ritual, Madrid 1975, pp.
77-78. JOSÉ MARÍA ROVIRA, El sacramento de la Penitencia, hoy, en
Iglesia Viva 46 (1973) 315-339. AA.VV., Dictionaire de Théologie Catolique,
t.12, 722-1138. AA. VV., Penitencia, GER, Madrid 1974, t. 18, pp.
224-242. OLIVIERO BERNASCONI, Penitencia, en Diccionario enciclopédico
de teología moral, Madrid, 1974, pp. 799-809. RAIMUNDO RINCÓN, Penitencia.
Renovación del sacramento, en Diccionario enciclopédico de teología moral,
Madrid 1974, pp. 810-829.
[13] La reforma del Sacramento de la Penitencia
despertó gran interés con ocasión del Concilio Vaticano II, pero pronto se
empezó a sentir el desánimo al tropezar con el fuerte arraigo de su formulación
judicializada con el respaldo del Concilio de Trento de fondo
(Documentos, 1707 Collantes 1177). Esta piedra de choque influyó decisivamente,
dicen los expertos, en las Normas pastorales publicadas en 1972, en el Nuevo
Ritual y el Código de Derecho Canónico de 1983. Esa piedra de choque fue, como
digo, el canon 7 del Concilio de Trento. Pero la cosa venía de más atrás. En el
Concilio IV de Letrán (1215) Inocencio III había mandado ya bajo pena grave la confesión
anual obligatoria, con lo cual, se consolidó el rito de la confesión auricular,
desplazando a las antiguas penitencias públicas, y se sacralizó la
“judicialización” del rito penitencial. En la obra de Jesús Burgaleta y
Marciano Vidal, ya citada, (Sacramento de la penitencia. Crítica pastoral
del Nuevo Ritual) el lector puede conocer de buena pluma informativa las
ilusiones frustradas de reforma de dicho Ritual y del Derecho canónico en
relación con esta materia.
[14] Audiencia
del viernes 12 de marzo de 2021. Discurso a los participantes del 31º curso
sobre el Foro Interno promovido por la Penitenciaría Apostólica.
[15] Véase PENITENCIARÍA APOSTÓLICA, La fiesta del
perdón con el Papa Francisco. Subsidio para la confesión y las indulgencias,
Madrid 2017. Bula del PAPA FRANCISCO «Misericordiae Vultus» ,11 de abril de 2015. SOR LETICIA GONZÁLEZ SOLÍS, Si no puedes
perdonar, esto es para ti. Siete casos reales en los que se ha dado el perdón,
Madrid 2016. JAVIER MARTÍNEZ -BROCAL, El Papa de la misericordia,
Barcelona 2016.
[16] Cf CATECISMO DE LA IGLESIA, Tercera
parte, Cap. 8, nn. 1846-1876).
[18] “Mientras
hablaba, le invitó un fariseo a comer con él; y fue y se puso a la mesa. El
fariseo se maravilló de ver que no se había lavado antes de comer. El Señor le
dijo: Mira, vosotros los fariseos limpiáis la copa y el plato por defuera, pero
vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso el que ha
hecho lo de fuera no ha hecho también lo de dentro? Sin embargo, dad en limosna
hasta lo mismo que está dentro, y todo será puro para vosotros. ¡Ay de
vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y de la ruda, y de todas
las legumbres, y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Hay que hacer esto
sin omitir aquello. ¡Ay de vosotros, fariseos, que amáis los primeros puestos
en las sinagogas y los saludos en las plazas! ¡Ay de vosotros, que sois como
sepulturas, que no se ven, y que los hombres pisan sin saberlo! Tomando la palabra
un doctor de la Ley, le dijo: Maestro, hablando así nos ultrajas también a
nosotros. Pero Él le dijo: ¡Ay también de vosotros, doctores de la Ley, que
echáis pesadas cargas sobre los hombres, y vosotros ni con uno de vuestros
dedos las tocáis! ¡Ay de vosotros, que edificáis monumentos a los profetas, a
quienes vuestros padres dieron muerte! Vosotros mismos atestiguáis que
consentís en la obra de vuestros padres; ellos los mataron, pero vosotros
edificáis. Por esto dice la Sabiduría de Dios: Yo les envío profetas y
apóstoles, y ellos los matan y persiguen, para que sea pedida cuenta de la
sangre de todos los profetas derramada desde el principio del mundo, desde la
sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el
santuario; sí, os digo que le será pedida cuenta a esta generación. ¡Ay de
vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la
ciencia, y ni entráis vosotros ni dejáis entrar! Cuando salió de allí,
comenzaron los escribas y fariseos a acosarle terriblemente y a proponerle
muchas cuestiones, armándole trampas para tomarle por alguna palabra de su boca
(Lc 11, 37-54; Mt 23,1-36).
[19] S. Ignacio de Antioquía, en su Carta
a los Efesios, XIV, después de recomendar la celebración de la Eucaristía ante
su muerte martirial cercana, escribió: “… perseverad hasta el final en vuestra
fe y amor a Jesucristo. En esto consiste el principio y fin de la vida: la fe
es el principio; la caridad el término. Las dos perfectamente unidas son Dios.
De ahí se sigue todo lo demás en orden a ser santos. No peca el que tiene fe ni
odia el que ama. Por sus frutos se conoce el árbol. Así los que se dicen cristianos
lo manifestarán por sus obras. No es una mera profesión de fe lo que ahora
importa sino el que ésta se practique hasta el final”.
[20] Sobre el pecado Cf CATECISMO DE LA
IGLESIA CATÓLICA, 3ªparte, Cap. 8, nn 1846-1876.
[21] Cf JUAN CASIANO, Colaciones,
vol. II, Madrid 2019, pp. 262-280.
[22] Cf. CYRILLE VOGEL, o.c., pp.
79-81; 174- 183. FELICISIMO MARTÍNEZ, El coronavirus, ¿alarma para
despertar?, Madrid 2021.
[23] Cf. NICETO BLÁZQUEZ, Personas y
personalidades, Madrid 2013, pp. 1-37.
[24] Para más detalles sobre la judicialización
del sacramento de la penitencia y la enseñanza del concilio de Trento sobre la
naturaleza, finalidad y exigencias de este sacramento, distinguiendo entre reflexiones
especulativas de los teólogos y canonistas y circunstancias impuestas por la
realidad de la vida, véase, por ejemplo, DOMICIANO FERNÁNDEZ, Dios ama y
perdona sin condiciones, pp. 68-76.
[25] Cf NICETO BLÁZQUEZ, Perdón
cristiano y venganza legal: Studium (2020/3) 381-412.
[26] MAXIMILIANO GARCÍA CORDERO, O. P.,
Biblia Comentada. Texto de la Nácar-Colunga. III. Libros Proféticos, pp.
846-849.