viernes, 20 de mayo de 2022

JUDIALIZACIÓN DE LA PENITENCIA Y PERDÓN DE LOS PECADOS

 

JUDICIALIZACIÓN DE LA PENITENCIA

Y PERDÓN DE LOS PECADOS

ABSTRAT. Con la pandemia del Covid-19 en el año 2020 no pocas prácticas piadosas cristianas tuvieron que ser revisadas para compatibilizar la administración de la gracia divina con la       administración pastoral y litúrgica de la misma. En este contexto, la administración canónica del sacramento de la penitencia se vio muy afectada y por ello nos pareció oportuno hacer unas consideraciones históricas y teológicas pertinentes sobre este sacramento, tan consolador para unos y denostado por otros. En el fondo de la cuestión late el tema del amor humano, sometido siempre a estructuras legales y hábitos religiosos cristianos profundamente arraigados que impiden a veces su correcto desarrollo. ¿Es el perdón una prerrogativa exclusiva de Dios? ¿Es posible para los seres humanos perdonarse entre ellos? ¿Son siempre y en todas partes todos los formatos litúrgicos a la carta igualmente adecuados para garantizar el perdón de Dios?

 INTRODUCCIÓN

             El sacramento de la penitencia es comparable con el mejor vino que, cuando se corrompe, se convierte en el peor vinagre. Algo parecido ocurre cuando dicho sacramento no se realiza de una forma humana y teológicamente adecuada. Tanto por parte del penitente como del confesor, existe siempre el riesgo de echar a perder este buen vino sagrado de la confesión sacramental.           

            Las presentes reflexiones son continuación de lo dicho en Studium (2001/2) 175-226, sobre Los pecados de la Iglesia, y posteriormente en Los pecados de la Iglesia sin ajuste de cuentas, Ed. S. Pablo, Madrid 2002. Algunos años después hice también unas reflexiones sobre el sacramento de la confesión en Reflexiones y sugerencias pastorales, Ed. Liber Factory, Madrid 2014.

            En Studium y en el libro subsiguiente centré la atención en la Iglesia institucional como sujeto de responsabilidad frente a la conducta pecadora. Luego cambié de tercio para revisar la competencia de los ministros del sacramento de la penitencia recordando algunas observaciones de Juan Pablo II, acerca de la “renovada valentía pastoral” indispensable para promover de forma convincente y más eficaz el sacramento de la reconciliación en nuestro tiempo. Y todo ello en el contexto propio del propósito de enmienda requerido por la confesión de los pecados de la Iglesia. Dada la importancia del tema, me ha parecido oportuno hacer de nuevo algunas reflexiones más al filo de mi propia experiencia personal como penitente y viejo administrador de este consolador sacramento.[1]  

           

            1. Sentimientos de culpabilidad y sacramento judicializado

 

            La gente con sentimientos de culpabilidad en nuestro tiempo prefiere pagar a un psiquiatra antes que confesar a Dios gratis sus pecados en el confesonario canónico tradicional. Los servicios que no se hacen con factura, IVA incluido, no se aprecian por muy buenos que ellos sean. En consecuencia, las colas de antaño ante los confesionarios se encuentran cada vez más en la consulta psiquiátrica. ¿Y qué ocurre? Pues ocurre que el psiquiatra receta medicamentos para amodorrar de urgencia al paciente, pero pasado el fugaz efecto del fármaco, el paciente o penitente vuelve a las andadas de siempre. Ahora bien, cuando hay pecados reales, al no ser perdonados y personalmente enmendados, reaparecen los sentimientos de ansiedad y de infelicidad. Se mitigan provisionalmente los efectos psicológicos del pecado, pero no desaparece su causa verdadera.

            La experiencia pastoral enseña que hay sentimientos de culpabilidad patológicos, los cuales requieren de ayuda psiquiátrica. Pero hay otros cuya etiología principal es teológica y necesitan de un tratamiento específico sacramental. Por ello es muy conveniente exigir a los confesores canónicos algunos conocimientos psiquiátricos básicos y a los psiquiatras que tengan una formación humanística adecuada para evitar que se conviertan en chatarreros a sueldo de la psique humana de sus pacientes. Esto es necesario ya que las fronteras entre los comportamientos éticos propiamente dichos y los patológicos son con frecuencia difíciles de definir.

            Por otra parte, la confesión sacramental es considerada en los textos litúrgicos y canónicos como un juicio. En un ritual de los sacramentos, por ejemplo, en el capítulo primero, párrafo 2, sobre las notas previas acerca del sacramento de la penitencia y su celebración, puede leerse lo siguiente:

   “Recuerde en primer lugar el confesor que tiene un doble oficio: el de juez y el de médico, y que ha sido constituido por Dios simultáneamente ministro de justicia y de misericordia, a fin de que como árbitro entre Dios y los hombres, cuide del honor divino y de la salvación de las almas”. Y en el párrafo 9: “Advierta que no debe imponer penitencias ligerísimas para los pecados graves, no sea que se haga partícipe de los pecados ajenos al ser indulgente con ellos. Tenga siempre presente (el confesor) que la satisfacción no es solamente un remedio para la nueva vida y una medicina de la enfermedad, sino también una corrección y castigo de los pecados pasados”[2].

 

            Estas observaciones pastorales reflejan una mentalidad justicialista del sacramento de la penitencia, la cual contrasta sorpresivamente con la forma de administrar Cristo la misericordia y el perdón en tierras de Palestina durante su vida mortal.

            Pero vengamos al Código de Derecho Canónico de 1983, donde el comentador del canon 959 nos sorprende con estas palabras:

“No se califica de judicial la absolución, lo cual no significa en modo alguno que desaparezca el carácter judicial del sacramento de la penitencia. La razón por la que se consideró conveniente la supresión del adjetivo judicial fue precisamente para evitar que la acción judicial se restringiera sólo a la absolución, cuando en verdad toda la acción del sacramento es acción judicial[3].

            Ahora bien, esto que termino de recordar acerca de la mentalidad justicialista del sacramento de la penitencia no es nada nuevo, sino la repetición rutinaria e irreflexiva de viejos tiempos. Vayamos por partes recordando brevemente algunos datos históricos del problema[4].

 

          2. Diversidad de nombres y evolución de la confesión sacramental

 

          Desde los orígenes de la Iglesia hasta nuestros días, surgieron diversas denominaciones relativas a la administración del perdón. Como más señaladas y usadas cabe estacar las siguientes.

            Sacramento de conversión: Cristo en efecto, nos llama a la conversión y vuelta a Dios después de habernos alejado de Él (no Él de nosotros) por el pecado. Convertirse es como dejar de dar la espalda a Dios con el pecado para volver a Él a cara descubierta con arrepentimiento sincero y amor.

            Sacramento de la penitencia. El término penitencia tiene aquí mucha trastienda porque evoca un proceso penoso de conversión, arrepentimiento y de reparación por los presuntos daños causados con nuestros pecados. En esta expresión se destaca analógicamente la importancia que se atribuye a la compensación penal aneja a los juicios sociales a la carta.

            Sacramento de la confesión. Se denomina así en razón de la práctica vigente de declarar oralmente los pecados ante un sacerdote autorizado para oír confesiones de forma íntima y auricular. Cuando alguien pide confesarse, ya sabemos lo que pide: el perdón de sus pecados previa su declaración oral personalizada en un contexto de máxima intimidad personal. Aquí se pone el énfasis en la verbalización audible de los pecados.

            Sacramento del perdón. En el caso anterior, se pone el acento en la declaración libre de los pecados, una de las condiciones de la estructura del sacramento. Ahora se pone el acento en el perdón como objetivo específico de esta institución sacramental. El pecador que busca el perdón de sus pecados no se confiesa o los declara para exhibirse con ellos ante el ministro del sacramento, o por otros motivos inconfesables. El término perdón evoca aquí la absolución y liberación de los delitos teológicos reconocidos con el fin de condenarlos a desaparecer.

            Sacramento de la reconciliación. Se dice así para resaltar el hecho de que, una vez obtenido el perdón con la absolución sacramental, se produce como consecuencia inmediata una reconfortante reconciliación con Dios, con la Iglesia, con los hermanos y con la conciencia del propio penitente. Lo más importante de este sacramento es que Cristo ofrece siempre a todo bautizado la oportunidad de volver a Dios y reconciliándose con Él, si se hubiera extraviado por causa del pecado. Es como la segunda tabla de salvación después del naufragio al perder la gracia. La primera tabla fue el bautismo. Después veremos que hay también otras tablas donde agarrarnos para obtener el perdón de nuestros pecados, sin necesidad de tener que agarrarnos a ningún clavo ardiendo[5].           

            Una matización interesante sobre el efecto conciliador de este sacramento es que, cuando predomina la mentalidad judicialista, se destaca en un primer plano la reconciliación con la Iglesia y la reconciliación con Dios en un segundo plano. Cuando prevalece la mentalidad misericordiosa del evangelio, en cambio, aparece en primer plano la reconciliación con Dios y la reconciliación con la Iglesia en segundo plano por añadidura.

            Pero conviene recordar que la historia del sacramento de la confesión, o como guste más denominarlo, fue durante mucho tiempo una práctica religiosa moral y físicamente complicada, y dolorosa. Las cosas han mejorado mucho en este terreno, pero quedan todavía ramalazos históricos difíciles de evitar en la administración de este saludable sacramento.

          Durante los primeros siglos de la historia de Iglesia, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados muy graves después del bautismo como de idolatría, homicidio y adulterio, estaba vinculada a una disciplina pública muy severa. Los penitentes debían hacer penitencia públicamente por esos graves pecados, la cual podía durar años, antes de recibir la reconciliación o perdón de los mismos. En algunas regiones se llegó incluso al extremo de aceptar esas penitencias tan prolongadas y penosas una sola vez en la vida, como el bautismo.

          Dicho esto, remito ahora al lector a los historiadores de la moral cristiana y de la liturgia sacramental hasta el siglo VII. En esos estudios históricos el lector puede encontrar motivos de sorpresa y hasta de consternación hasta el punto de que la práctica del sacramento del perdón fue perdiendo interés como práctica de vida espiritual, siendo relegado por muchos para el final de la vida por comprensibles motivos humanos.

          Pero a partir del siglo VII la práctica del sacramento de la penitencia empezó a tomar otro rumbo con la confesión personalizada y auricular en un contexto de respetable privacidad, aunque sin excluir la confesión pública en situaciones concretas pastoralmente reglamentadas sin aquellos antiguos espectáculos tan dolorosos de las penitencias públicas de tiempos ya olvidados.

            Refresquemos la memoria recordando brevemente que, durante los primeros siglos de la historia de la Iglesia, la penitencia era siempre y en todas partes pública, de acuerdo con este programa: el pecador confesaba en público sus pecados y el confesor le amonestaba y le imponía la penitencia o castigo que debía cumplir durante meses y años.

            Hacia finales del siglo VI llegó la penitencia ya tarifada, cuyos pasos eran: el pecador confesaba oralmente sus pecados, el confesor le corregía, le imponía una penitencia tarifada, o sea, para tal pecado, tal penitencia, y al final le daba la absolución como un juez civil dicta su veredicto después de haber comprobado que la causa estaba lista para sentencia.

            Por fin se impuso de forma habitual la penitencia privada, desde el siglo XI hasta nuestros días. Pero veamos ahora cómo se fue consolidando la mentalidad judicialista en la administración del sacramento del perdón.  

 

            3. Escalada de la mentalidad judicialista de la penitencia

 

            Dejamos atrás el perdón de los pecados por el bautismo y el martirio, damos un salto al siglo IV y nos encontramos con la praxis habitual de la penitencia pública. Según los estudiosos de esta importante cuestión, en el siglo IV se detecta ya de forma canónicamente generalizada la administración del perdón de los pecados mediante actos públicos de penitencia proporcionados a la gravedad reconocida de los mismos. En la cumbre de ellos estaban la idolatría o sacrificar a los dioses como hacían los paganos, el homicidio con énfasis en la promoción de los combates de gladiadores, y los espectáculos públicos inmorales con el adulterio y la fornicación a la cabeza.             Desde Tertuliano, este tipo de penitencia pública se denominó con el término griego exomologesis, que significa confesión, y equivalía a un proceso penitencial público muy largo y severo que empezaba con la acusación de los pecados más graves al Obispo, culminando con la reconciliación pública con la Iglesia y con Dios el día de Jueves Santo. A principios del siglo III esta práctica estaba muy extendida, llegando a su apogeo durante los siglos IV y V. Pero durante los siglos VI y VII comenzó su descenso en picado. Dicho lo cual, vengamos más en concreto sobre la exomologesis y la judicialización del sacramento del perdón, asociada a la confesión privada auricular vigente desde la edad media hasta nuestros días pasando por el filtro del concilio de Trento.

            La exomologesis implicaba que el penitente se declarara claramente pecador delante de Dios, reconociendo sus pecados de una manera pública y sincera. Pero atención a lo siguiente. Esta actitud interna de principio debía traducirse al exterior de forma espectacular con actos externos de mortificación y humillación y no mediante declaración alguna verbal y detallada ante la comunidad cristiana. Según Tertuliano, los penitentes debían aparecer en público llevando el cilicio, la cabeza cubierta de ceniza, ayunos rigurosos y desaliño en su presentación externa, acompañado de llanto, oraciones prolongadas, postraciones, recurso a los sacerdotes, así como encomienda a los mártires y confesores de la fe, sin olvidar el recurso a la intercesión de los fieles cristianos en general. Todos estos gestos estaban programados ya desde la llegada misma de los penitentes a la puerta del templo así ataviados, hasta finalizar con la reconciliación pública con la Iglesia mediante el perdón otorgado siempre por el Obispo del lugar[6].

            En el siglo IV aparece con contundencia la obligación de hacer penitencia pública por los pecados públicos anteriormente mencionados, siendo sólo el obispo quien podía administrarla y una sola vez irrepetible. La penitencia pública como segunda tabla de salvación, después del bautismo, sólo se administraba una vez como el bautismo con la imposición de las manos por parte del obispo. San Agustín, por ejemplo, recordaba como algo sabido de todos a este respecto lo siguiente: “La imposición de las manos no se puede repetir, lo mismo que ocurre con el bautismo.”  Y más claramente san Ambrosio: “Porque si verdaderamente hicieron penitencia los pecadores, no piensen reiterarla, porque es única, como el bautismo (Eph. 4,5). Así pues, hay una sola penitencia, la cual, por cierto, se hace públicamente (De poenitentia 11, 10, 95 = D. 1300) [7].

            Comprensiblemente, por la vergüenza y el desprecio concomitantes que solían seguir a la penitencia pública, muchos penitentes fueron dejando el perdón para la hora de la muerte, lo cual se apreciaba sensiblemente por el descenso creciente de los fieles a recibir la comunión[8].

            Que la penitencia pública estaba llamada a desaparecer era obvio y no faltan anécdotas que lo confirman tanto en Oriente como en Occidente. Se sabe, por ejemplo, que ya S. Policarpo en el siglo II pedía a los sacerdotes benignidad al atender a los penitentes. En el siglo V, por no ir más lejos, Sócrates y Sozomeno denunciaron el caso del penitenciario de Constantinopla por revelar la confesión privada de una aristócrata, cuyos pecados no eran considerados capitales. Así las cosas, el patriarca Nestorio (381-397) suprimió el oficio de penitenciario, de suerte que en adelante cualquier presbítero de la ciudad pudiera ocuparse de sus penitentes. Como cabía esperar, se dice que muchos obispos orientales siguieron el ejemplo del patriarca constantinopolitano.

            Pero donde las dan las toman y en el canon 11 del concilio toledano del 589, sus responsables conciliares se pronunciaron contra aquellos fieles y sacerdotes que recibían el perdón sacramental en secreto, recordándoles que debían someterse a la penitencia pública. No obstante, el canon 54 del concilio IV también toledano (633), admite ya diferencias entre los que podían ingresar en el clero, aunque hubiesen sido absueltos de sus pecados en privado, y aquellos otros que, a pesar de haber seguido la penitencia pública no podían ingresar en el clero. Ahora damos un salto al siglo IX cuando Rábano Mauro, en la onda siempre de san Agustín, se decantó claramente pidiendo la penitencia pública para los pecados públicos y la oculta para los pecados ocultos[9].

            Se dice que después del año 1000, en occidente se había hecho ya muy rara la penitencia pública con un protagonismo rampante de la privada y auricular. De hecho, empezaron a proliferar formas penitenciales individuales, entre las cuales prevaleció hasta nuestros días, la confesión auricular que reclama responsabilidad por parte del pecador, examen de conciencia personal, contrición sincera, comunicar los pecados al confesor y cumplir la penitencia prudentemente impuesta por el mismo. En el contexto de la penitencia pública se ponía todo el acento en la dureza sacrificial del penitente ante la gente, sin exigir la confesión oral de las faltas cometidas. Ahora se exige también que haya declaración oral de las mismas, pero en privado y ante un sacerdote.

            Los historiadores dan por cierto que esta práctica fue generada principalmente por la actividad misionera de S. Patricio (+ 461), por la vida monacal de los monjes irlandeses y por S. Columbano (+ 615).

            Luego, durante el siglo VII, se dice que los monjes irlandeses, trajeron de Oriente a Europa la práctica privada de la penitencia, que no exigía ya la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento desde entonces tiene lugar de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía además la posibilidad de reiterar el sacramento, abriendo así el camino a una recepción regular del mismo. Se acabó, por tanto, lo de una sola vez, permitiendo integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y veniales. Y todo ello en privado y en secreto.

            Pero aquí quería yo llegar para entender mejor el ramalazo justiciero penitencial que hemos denunciado ya más arriba. Por aquellas calendas, los presbíteros irlandeses itinerantes copiaron el método judicial seguido por los pueblos germánicos para castigar las infracciones cívicas de los miembros de sus sociedades, abandonaron la confesión pública y empezaron a poner en práctica la absolución privada tarifada, con las mismas partes de la antigua exomologesis de Tertuliano antes mencionada.

            Esta novedad penitencial llegó a las Islas Británicas y al continente europeo de la mano de las comunidades monásticas. Se dice también que a partir del siglo VII la forma privada penitencial fue acogida por los reformadores carolingios, quienes de momento aprobaron el doble estatuto de penitencia pública y privada, pero la penitencia privada se fue extendiendo en la práctica como fuego en un rastrojo, documentada en los textos de carácter hagiográfico o narrativo y la aparición gradual de los libri poenitentiales, que abundaron desde el siglo VII al XII, y de los cuales se conservan numerosos códices. Así llegamos a la penitencia totalmente tarifada y judicializada[10].

 

            4. La penitencia tarifada y judicializada

 

            La antigua penitencia pública en decadencia no había puesto precio tarifado a los pecados, pero estaba materialmente judicializada. Ahora nos encontramos con el hecho de que los pecados son escrupulosamente tarifados y canónicamente legalizados al mismo tiempo.

            En los nuevos libros penitenciales al uso se presenta una lista de "penitencia tarifada", en la que se establece una equivalencia pecuniaria, pecado/cuantificación de penitencia, de fácil manejo para los confesores. En esos libros podemos encontrarnos con las penas tarifadas para cada pecado, cuantificadas a partir de periodos más o menos prolongados de ayunos, penitencias y oraciones. Pues bien, dicen los expertos que se corresponde con el antiguo derecho germánico tradicional y el código de Hammurabi, 1710 a. C. O sea, una imitación acomodada.

            A pesar de que no faltaron voces pidiendo que esos libri poenitentiales fueran quemados, (Mansi, XV,191), su éxito progresivo fue imparable. Basta ver el impacto que dejaron en los manuales para confesores de san Raimundo de Peñafort (Summa de poenitentia) y el de Juan de Friburgo, (Summa confessorum), ambos del siglo XIII.

            Con la penitencia pública antigua el sacramento del perdón fue siendo aplazado hasta los últimos momentos de la vida. Con la implantación progresiva de la confesión y penitencia privada por los pecados, en cambio, la práctica de este sacramento volvió a cobrar fuerza hasta el punto de que en el siglo XIII era frecuente entre los fieles la confesión semanal. Incluso se daban casos como el de santa Brígida (+ 1375), que se confesaba todos los días.

            Pero no olvidemos el reverso de la medalla. Con la implantación de la confesión privada llegó también su regulación canónica o judicialización hasta nuestros días, como queda dicho. Así, en el Concilio IV de Letrán año 1215, Inocencio III decretó, auctoritate qua fungor, la confesión anual bajo pena grave. A partir de este momento, la praxis del sacramento del perdón alcanzó su plenitud y se impuso por decreto el método de la confesión privada auricular.

            Ante este hecho, los expertos no dudan en afirmar que la configuración de la confesión privada y auricular triunfante debe mucho a los viejos fueros germánicos y a las formas de castigo o compensación de faltas que los legisladores de dichos pueblos legal y punitivamente utilizaban. Un ejemplo práctico referencial de compensación, aducido por ofensa entre los germanos, es el siguiente, tomado de los visigodos. En la ley visigótica el número de sueldos de oro que se habían pagar en compensación por una ofensa dependían de la edad y del sexo.

                                               Por el mal mortal infligido:

                                               A un niño de un año, 60 sueldos

                                               De 4 a 6 años, 80 sueldos

                                               De 10 años, 100 sueldos

                                               De 14 años,140 sueldos

                                               Un hombre de 15 a 20 años, 150 sueldos

                                               De 20 a 50 años,300 sueldos

                                               De 50 a 65 años,200 sueldos

                                               Por encima de 65 años, 100 sueldos.

            Estas mismas cantidades se reducían a la mitad si se trataba de una niña.

            En la ley de los francos salios (Ley Sálica), cada herida era tarifada del modo siguiente:

                                               Haber arrancado a otro mano, pie, ojo o la nariz, 100 sueldos

                                               Si quedan colgando 30 sueldos

                                               Arrancar el índice (por servir para tirar con el arco), 35 sueldos

                                               Cualquier otro dedo, 30 sueldos

                                               Dos dedos juntos, 35 sueldos

                                               Tres dedos juntos, 50 sueldos

            A esta compensación penal había que añadir una multa que el culpable debía pagar al Rey por alterar la paz pública.

            Cabe decir que con la confesión privada auricular cambió el primer sentido de la penitencia. Ahora no es sólo reconciliación con Dios y la comunidad cristiana, sino que, a semejanza de los castigos germánicos, se convierte en "el juicio de la penitencia" y, por tanto, cargado de penas cuantificadas para cada pecado con innumerables obligaciones y coacciones. Un tribunal cuyo significado ratificará y precisará el Concilio de Trento (1545-1563, sesión XVI, c. VI), hasta el punto de considerar la confesión auricular como una práctica de origen divino[11].

            En el contexto del Concilio Vaticano II y del nuevo ritual del sacramento de la Penitencia, me parece clarificador un texto de autoría muy respetable sobre el carácter judicial del sacramento de la penitencia. Lo reproduzco íntegramente:

            “La práctica sacramental de la Penitencia ha estado condicionada en los últimos siglos por una casi exclusiva configuración jurídico-forense. La analogía del juicio se ha llevado hasta sus últimas consecuencias: olvidando el sentido bíblico del “juicio divino”; dando relieve a la “vista de la causa”, en la cual el juez (ministro) ha de conocer exactamente las transgresiones; destacando la necesidad de una acusación completa del reo (“declaración íntegra”).

            Esta configuración jurídico-forense del sacramento de la Penitencia ha invocado siempre un respaldo teórico: las aserciones del Concilio de Trento sobre el carácter judicial de la absolución del sacerdote que actúa como ministro del Sacramento. Se concibe la celebración como la “autoacusación” del reo ante el Tribunal, cuyo juez (el ministro) da una sentencia de “absolución” e impone una pena o “satisfacción” proporcionada al pecado. De este modo se destacan, como momentos decisivos, la acusación y la absolución, entendidos, por otra parte, de una manera puntual e individual.

            Ante esta concepción teórica y práctica del sacramento de la penitencia se ha llamado la atención acerca de la elefantiasis jurídica que se le ha atribuido a la absolución y la mala pasada que a casi todos ha jugado la identificación, o analogía, poco lúcidamente interpretada, entre el juicio de la Iglesia y el ejercicio de la potestad administrativa o judicial civil, en lugar de hacer una lectura cristiana del mismo a la luz del juicio de Dios”[12].

             

            5. Qué decir de la penitencia judicializada     

 

          Yo pienso que este interés por judicializar el sacramento de la penitencia ha sido y sigue siendo un error pastoral importante. El peligro de confundir el tribunal teológico del sacramento del perdón con cualquier tribunal social jurídico, es grande. Y es que hay diferencias sustanciales entre el juicio sacramental y el de un tribunal común de justicia social. El recurso a las analogías es un arte que hay que aprender correctamente para no confundir las cosas que convienen en algo pero que al mismo tiempo difieren en mucho. En el caso que nos ocupa del sacramento de la Penitencia, la aplicación analógica del modelo jurídico civil a la administración del perdón divino, ha sido y sigue siendo un error de principio al dejar en segundo plano las formas que Cristo utilizó para otorgar el perdón durante sus años de predicación mesiánica en Palestina.

          Dado que por el momento no hay visos de que este error se vaya a corregir pronto en el Derecho canónico y en los Libros litúrgicos al uso, no estará demás que insistamos en explicar más y mejor el manejo de la analogía para contrarrestar los efectos negativos de la susodicha “judicialización” del sacramento del perdón[13].

          En los tribunales de justicia el fiscal acusa al reo, el cual será condenado si el abogado defensor no es más hábil o astuto que el acusador, o el juez es un corrupto que se ha vendido a una de las partes en litigio. De ahí que no se excluye la circunstancia de que paguen justos por pecadores. Con lamentable frecuencia el justo es condenado y el delincuente absuelto. De ahí también que las personas más realistas procuren arreglar sus problemas evitando tener que acudir a los tribunales públicos de justicia. Además, todos los que participan por oficio en esos tribunales cobran por su trabajo. Lo cual nada tiene que ver con la gratificación del trabajo pastoral en su conjunto y los comprensibles gestos de gratitud de penitentes altamente sensibles a la recepción del sacramento de la misericordia y del perdón divino.

          En el juicio sacramental, por el contrario, el reo es el propio penitente que no es llevado al tribunal sacramental por ningún fiscal. El fiscal es su propia conciencia. El penitente escucha a su propia conciencia y se dirige por propia iniciativa al confesor para decirle la verdad de su vida pecadora poniendo a Jesucristo por testigo sin la necesidad de pagar a ninguno otro abogado defensor. A veces el confesor le dirige amablemente alguna pregunta clarificadora a la que el penitente contesta con gusto y sin dificultad. Y lo que es más admirable. Mientras que en un tribunal de justicia común la sentencia puede ser absolutoria o condenatoria, en el tribunal de la confesión sacramental, el reo o penitente que se confiesa como Dios manda es inexorablemente absuelto. Es un juicio teológico que, si se celebra, es sólo para absolver y nunca para condenar al reo. De ahí el final feliz de toda confesión sacramental teológicamente bien hecha.

          Por lo mismo, cuando una persona después de hacer su confesión no encuentra paz en su conciencia, es porque, o no sabe confesarse o existe algún escollo psicológico personal que vicia todo el acto penitencial. El confesor avisado sabe intuir esos escollos sin hacer preguntas impertinentes, así como aconsejarle con claridad al penitente. Cuando tal ocurre, el resultado suele ser consolador para el penitente y de profunda satisfacción profesional para el confesor. Lo mismo que ocurre con los predicadores de la homilía dominical, la gente se queja de los confesores que se “enrollan” o echan broncas a los penitentes. O de los rigoristas, que buscan pecados debajo de las piedras.

          El tema de los confesores escrupulosos es otra cuestión seria. El confesor escrupuloso en el confesonario sufre lo indecible él mismo y hace sufrir a los penitentes. Los escrúpulos, además, con el tiempo terminan siendo contagiosos. Lo razonable sería que la persona que padece esta gripe psicológica dejara por propia iniciativa ese ministerio y se dedicara a otros quehaceres pastorales. El confesor escrupuloso en el confesionario es algo así como un cirujano al que le tiembla el pulso cuando usa el bisturí en el quirófano. La actitud del confesor que conoce bien el paño, es la de tratar a los penitentes como lo hacía Cristo en persona y no como un juez legal en un juzgado de primera instancia con la ley en la mano. Si, además, el juez o confesor es escrupuloso, lo mejor será encomendarse a Dios de una vez en lugar de acudir al confesonario.

          Aquí cabría hablar también de las confesiones generales, de la repetición rutinaria del sacramento del perdón y los exámenes de conciencia como preparación para recibirlo. Sobre estos temas hay mucha tela que cortar y errores pedagógicos que suelen cometerse en la administración de este sacramento tan consolador. Pero dejemos ahora la palabra al Papa Francisco.

          El Papa Francisco ha ido más lejos aún hasta el punto de denunciar públicamente a los confesores tildados de maltratadores por algunos penitentes. El sacramento de la confesión ha de celebrarse con comprensión, ternura y amor. Más aún. A los que no se reconozcan a sí mismos como pecadores y sean incapaces de administrar el sacramento de la penitencia sin maltratar a los penitentes, el Papa Francisco les aconseja que dejen voluntariamente ese ministerio. Yo he sido siempre de ese parecer y por ello la denuncia papal me conforta mucho. No en vano el Papa Francisco ha sido un hombre dedicado a corazón abierto al ministerio pastoral y tiene una experiencia muy consoladora sobre la forma correcta de predicar el Evangelio y administrar los sacramentos, no a bastonazos, como él mismo ha dicho, sino con amor. Largo sería hablar de la administración del sacramento de la penitencia recordando los momentos en que Cristo ofreció el perdón a quienes lo solicitaron con fe y amor. Baste recordar la parábola del hijo pródigo o del amor paterno de Dios, sus palabras y gestos redentores durante su pasión y muerte, o las amorosas escenas con la samaritana y la mujer condenada legalmente a ser apedreada.

          En este orden de cosas parece oportuno recordar también algunas actitudes irresponsables en la administración del sacramento del perdón. Hay confesores de corte rigorista, que miden los pecados con el metro de las leyes y mandan al infierno por la vía rápida a los penitentes.

          En el extremo opuesto están los de manga demasiado ancha, para los cuales nada tiene importancia y dejan al penitente a la luna de Valencia como si lo mismo fuera ocho que ochenta. Todo lo ven comprensible y justificable. Están también los confesores que tratan a los penitentes con broncas y recriminaciones, de tal suerte que muchos de ellos quedan traumatizados y toman la decisión de no volver más por el confesionario. En cambio, hay confesores que se consideran a sí mismos pecadores honestos y buscan comprensión y perdón para sus propias debilidades humanas con sincero propósito de enmienda. Estos no encuentran dificultad en identificarse con el Cristo comprensivo y misericordioso de nuestras miserias humanas, sin aumentar ni disminuir su importancia facilitando el perdón para los demás del que ellos mismos se sienten necesitados.

 

          6. Palabras del Papa Francisco

         

          Francisco se ha referido en numerosas ocasiones a la necesidad de mejorar las formas pastorales de administrar el sacramento del perdón. Refresquemos la memoria con unas palabras suyas del 12 de marzo de 2021. Después de los saludos de rigor a los participantes de un curso sobre este tema, promovido por la Penitenciaría Apostólica, continuó con las siguientes palabras:

 

“Quisiera detenerme con vosotros en tres expresiones que explican bien el significado del Sacramento de la Reconciliación; porque irse a confesar no es ir a la tintorería para que me quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien en lo que es. La primera expresión que explica este sacramento, este misterio es: “abandonarse al Amor, la segunda: “dejarse transformar por el Amor; y la tercera: “corresponder al Amor. Pero siempre el Amor: si no hay Amor en el sacramento no es como Jesús lo quiere. Si hay funcionalidad, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano pecador abandonado –como ha dicho el cardenal- por el hermano, la hermana, pecador y pecadora perdonados. Esta es la relación fundamental.

Abandonarse al Amor significa hacer un verdadero acto de fe. La fe nunca puede reducirse a una lista de conceptos o a una serie de afirmaciones que hay que creer. La fe se expresa y se entiende dentro de una relación: la relación entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la respuesta: Dios llama y el hombre responde. También es verdad lo inverso: nosotros llamamos a Dios cuando nos hace falta y Él responde siempre. La fe es el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es Misericordia – el nombre de Dios es Misericordia- y es el abandono en los brazos de este Amor misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero al que, a veces, tenemos miedo de abandonarnos.

              La experiencia nos enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, tarde o temprano, abandonándose a otra cosa, terminando “en brazos de la mentalidad mundana, que al final acarrea amargura, tristeza y soledad y no se cura.  Así que el primer paso para una buena confesión es precisamente el acto de fe, de abandono, con el que el penitente se acerca a la Misericordia. Y todo confesor, por tanto, debe ser capaz de maravillarse siempre ante los hermanos que, por fe, piden el perdón de Dios y, también sólo por fe, se abandonan a Él, entregándose en la confesión. El dolor por los pecados es el signo de ese abandono confiado al Amor.

              Vivir así la confesión significa dejarse transformar por el Amor. Es la segunda dimensión, la segunda expresión sobre la que me gustaría reflexionar. Sabemos muy bien que no son las leyes las que salvan, basta con leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una árida serie de preceptos, sino por la fascinación del Amor percibido y libremente ofrecido. Es el Amor que se manifestó plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así, el Amor, que es Dios mismo, se hizo visible a los hombres, de un modo antes impensable, totalmente nuevo y, por tanto, capaz de renovar todas las cosas. El penitente que encuentra, en la conversación sacramental, un rayo de este Amor acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a experimentar esa transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne, que es una transformación que se da en toda confesión. Así es también en la vida afectiva: se cambia por el encuentro con un gran amor. El buen confesor está siempre llamado a percibir el milagro del cambio, a advertir la obra de la Gracia en el corazón de los penitentes, favoreciendo en lo posible la acción transformadora. La integridad de la acusación es el signo de esta transformación que obra el Amor: todo se entrega para que todo sea perdonado.

              La tercera y última expresión es: corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por el Amor tienen como consecuencia necesaria una correspondencia con el amor recibido. El cristiano tiene siempre presentes las palabras de Santiago: “Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por mis obras la fe (2,18).

              La verdadera voluntad de conversión se concreta en la correspondencia al amor de Dios recibido y aceptado. Es una correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor no puede dejar de acoger a su hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede sino consolar al afligido. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede dejar de perdonar de corazón a sus hermanos.

              Si es cierto que nunca podremos corresponder plenamente al Amor divino, por la diferencia insalvable entre el Creador y las criaturas, no es menos cierto que Dios nos muestra un amor posible, en el que vivir esa correspondencia imposible el amor por el hermano. El amor al hermano es el lugar de la verdadera correspondencia al amor de Dios: amando a nuestros hermanos nos demostramos y demostramos al mundo y a Dios que le amamos de verdad y correspondemos, siempre de manera insuficiente, a su misericordia. El buen confesor señala siempre, junto a la primacía del amor a Dios, el imprescindible amor al prójimo, como ejercicio diario en el que entrenar el amor a Dios. El propósito actual de no volver a pecar es el signo de la voluntad de corresponder al Amor.

              Y muchas veces la gente, incluso nosotros mismos, nos avergonzamos de haber prometido, de no cometer el pecado y volver otra vez, otra vez…Me viene a la mente un poema de un párroco argentino, bueno, un párroco muy bueno. Era un poeta, escribió muchos libros. Un poema a la Virgen, en el que le pedía a la Virgen, en el poema, que le custodiara, porque habría querido cambiar, pero no sabía cómo. Le prometía a la Virgen que cambiaría y terminaba así: “Esta tarde, Señora, la promesa es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera. Sabía que siempre habrá una llave para abrir, porque fue Dios, la ternura de Dios, quien la dejó afuera. Así, la celebración frecuente del Sacramento de la Reconciliación se convierte, tanto para el penitente como para el confesor, en un camino de santificación, en una escuela de fe, de abandono, de cambio y de correspondencia al Amor misericordioso del Padre.

              Queridos hermanos y hermanas, recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador perdonado- si alguno de nosotros no se siente tal, es mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea confesor- un pecador perdonado puesto al servicio de los demás, para que también ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar ese Amor que ha fascinado y cambiado nuestras vidas. Teniendo esto en cuenta, os animo a perseverar fielmente en el precioso ministerio que desempeñáis, o que pronto se os confiará: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo de Dios. Encomendad este ministerio de reconciliación a la poderosa protección de san José, hombre justo y fiel.

              Y aquí quiero detenerme para subrayar la actitud religiosa que surge de esta conciencia de ser un pecador perdonado que debe tener el confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad. Cada uno sabrá cómo es la expresión de la paternidad: una sonrisa, los ojos en paz… Acoger ofreciendo tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el confesor se da cuenta de que hay cierta dificultad para seguir adelante con un pecado, pero si lo entiende, no hace preguntas indiscretas. Aprendí algo del cardenal Piacenza: me dijo que cuando ve que estas personas tienen dificultades y entiende de qué se trata, las detiene inmediatamente y les dice: “Lo entiendo. Sigamos». No hay que dar más dolor, más “tortura en esto. Y luego, por favor, no hacer preguntas. A veces me pregunto: esos confesores que empiezan: “Y cómo esto, esto, esto…. Pero dime, ¿qué estás haciendo? ¿Te estás haciendo una película en la cabeza? Por favor. Además, en las basílicas hay una gran oportunidad de confesarse, pero desgraciadamente los seminaristas que están en los colegios internacionales se pasan la voz, incluso los jóvenes sacerdotes: “A esa basílica puedes ir donde todos menos donde ese y ese otro; en ese confesionario no vayas, porque ese será el comisario que te torturará. Se corre la voz…

              Ser misericordioso no significa ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador. “Padre, no puedo, no sé cómo haré… – “Reza, y vuelve cuando lo necesites, porque aquí encontrarás un padre, un hermano, encontrarás esto. Esa es la actitud. Por favor, no seáis un tribunal de examen académico, “Y cómo, cuando…. No seáis fisgones en el alma de los demás sino padres, hermanos misericordiosos.

            Mientras os dejo estos motivos de reflexión, os deseo a vosotros y a vuestros penitentes una fructífera Cuaresma de conversión. Os bendigo de corazón y os pido por favor que recéis por mí. Gracias”[14].

 

                   Por otra parte, el Catecismo de la Iglesia Católica del Vaticano II, 1992, ofrece un resumen magistral del curso histórico teológico del sacramento de la penitencia desde el n. 1422 al 1485. Una matización importante al respecto es la siguiente.

                   En el Catecismo prevalece el análisis bíblico y teológico del sacramento mientras que en el Derecho Canónico (1983) predomina la tendencia malsana a “judicializar” la práctica penitencial. El propio cardenal Mauro Piacenza, en calidad de Penitenciario mayor, escribió lo siguiente. “Entre los sacramentos el de la Reconciliación resalta con eficacia la mirada misericordiosa de Dios y la traduce en la vida concreta de los penitentes. Por eso la Penitenciaría Apostólica se siente particularmente cercana al “sentir” y el “hacer” del Papa Francisco. Sí, la Penitenciaría Apostólica es un tribunal; de hecho, es el primero entre los tribunales de la Iglesia, pero es un tribunal sui generis, del que el Papa Francisco ha afirmado que es el tipo de tribunal que realmente le gusta”.

                   Basta repasar los textos de este pontífice acerca del sacramento de la penitencia, para darnos cuenta pronto de que Francisco no siente ninguna simpatía por la tendencia casi obsesiva de muchos moralistas, canonistas y liturgistas a judicializar el sacramento del perdón imitando materialmente a los tribunales de justicia civil. La dispensa penitencial del perdón evangélico hay que hacerla en clave evangélica y no sólo jurídica de acuerdo con normas a cumplir con premios y castigos tarifados concomitantes a recibir[15].

                  

                   7. Pecados verdaderos y pecados falsos

                  

                   Una aclaración previa importante. El término delito en el derecho civil hace siempre referencia a alguna ley social establecida que ha sido incumplida por alguien al que se denomina delincuente. Delinquir equivale a incumplir sistemáticamente la ley. De modo parecido, cuando lo que se incumple es la voluntad de Dios, el incumplidor en cuestión es denominado teológica y canónicamente pecador. Igualmente, así como el delincuente puede delinquir en materia de escasa o nula importancia, el pecador puede pecar haciendo cosas desacordes con la voluntad de Dios en asuntos de mínima y máxima importancia. De ahí la denominación de pecadores en general y de pecados veniales y mortales en particular. Innecesario recordar que hay delitos legales que no son pecados, pecados que no son delitos legales, formas de conducta que son delitos y pecados y viceversa.

                   Hecha esta aclaración, veamos lo que suele ocurrir en el ejercicio práctico del sacramento de la confesión. Hay penitentes que se confiesan constantemente de pecados que realmente no han cometido y pecadores de campeonato que no se confiesan nunca. Espero que la siguiente clasificación de los pecados pueda ayudar a entender lo que quiero decir para consuelo de muchas personas que se confiesan de buena fe en falso y no encuentran la paz de conciencia que ansiosamente buscan. No me interesa entrar aquí al trapo de las clasificaciones clásicas de los pecados, sino ayudar a confesores y penitentes a celebrar el sacramento del perdón con provecho espiritual y consolación. Dicho lo cual, pongamos ya manos en la masa[16].

 

                   8. Pecados anecdóticos y actitudes indeseables

      

            ¡Me acuso de haber robado! Pero es obvio que no es lo mismo el robo divertido de un adolescente, el de un cleptómano, el de un ladrón profesional, o el de un político corrupto. Por ejemplo: no es gravemente ladrón el que ha robado haciendo una chiquillada aislada en unos grandes almacenes. Pero puede llegar a ser un ladrón profesional si repite esa acción, o se justifica para llevar razón y llega así un día en que se dice así mismo: esto me gusta y me quedo con ello. ¡A cada uno lo suyo y a robar lo que se pueda! Esta decisión significa la opción grave de aceptarse a sí mismo como ladrón de profesión sin que Dios y su voluntad le importen nada. Es obvio que no se puede llamar ladrón con propiedad al muchacho que hace una chiquillada anecdótica en un supermercado, a un cleptómano que padece disfunciones psicológicas, o a una persona que trata de compensar su estado de ansiedad llevándose clandestinamente todo lo que encuentra a su paso.

            Hay mucha diferencia entre el pecado anécdota y el pecado postura. En el primer caso, es un hecho sólo anecdótico, suelto, casual. En el segundo, es repetitivo sin ponerle ningún tipo de remedio y el que roba se instala así deliberadamente en esa mala acción de cara al futuro. Así las cosas, cabe pensar que sería un gran error pedagógico y pastoral confundir los pecados aislados y anecdóticos con una actitud fundamental frente a la vida en una dirección objetivamente falsa y conscientemente adoptada.

            En los pecados anecdóticos no se aprecia ningún desprecio formal y explícito de Dios; en los pecados de actitud o enfoque global de toda la vida, en cambio, Dios queda deliberadamente marginado. En esa forma de ningunear a Dios de forma consciente y deliberada está el meollo del pecado propiamente hablando, como diremos después hablando del pecado teológico. Al pecador “anecdótico”, niño, adolescente o adulto, hay que ayudarle con buenos modales a que no convierta las anécdotas en vicios y malas costumbres, pero sin acusarle de ladrón sin más. Lo dicho del pecado “anecdótico” de robar se puede aplicar a cualquier caso de pecaminosidad y delincuencia.

           

                   9. Pecados contra la ley y las tradiciones ancestrales

           

            El pecado legal tiene lugar cuando lo único que está directamente en cuestión es alguna ley o norma de conducta públicamente establecida. Se ha incumplido una ley y hay que confesarse de ello. Por ejemplo: Me confieso de haber faltado a la misa el domingo porque estaba operado en el hospital; de que el miércoles de ceniza era día de ayuno y no he cumplido; de que tengo 84 años de edad, inicios de un tumor en la cabeza y no puedo venir a misa los domingos, y si no hay alguien que me traiga, ¡qué va a ser de mi si no vengo a misa!; de haber faltado a la misa porque estuvimos de viaje y volvimos a casa tarde, pero con un poco de esfuerzo podríamos haber llegado antes; de haber comulgado un día sin antes confesarme; me acuso de haber olvidado la penitencia que me impuso el confesor la última vez que me confesé. O me confieso porque, según las estadísticas, el sacramento de la penitencia está a la baja; y otras muchas formas inconfesables de confesarse por haber faltado a la ley.  

            Es interesante destacar que a quienes se confiesan de esta manera infractores de la ley, no les ha pasado nunca por la cabeza la idea de hacer algo contra la voluntad de Dios, al que ni siquiera hacen referencia. En su punto de mira está sólo alguna ley o norma establecida y su cumplimiento material, sin el menor barrunto de desprecio de la misma, sino todo lo contrario. Por eso se confiesan, porque desean cumplirla y se sienten culpables cuando no han podido hacerlo. Nos hallamos ante un culto a la ley que deriva fácilmente en endiosamiento de la misma. Pero esto viene de lejos.

            Este culto endiosado a la ley ha existido siempre, tanto por relación a las leyes civiles como a las normas canónicas de la Iglesia. En términos civiles, bueno es lo que prescribe la ley y malo su incumplimiento, independientemente de si lo que ordena dicha ley es bueno o malo. Hay personas que son tan “legales” que presumen de ello indiscriminadamente. Pero dejemos a un lado el culto irresponsable o inocente a las leyes civiles. Ahora sólo me interesa hablar del culto indebido a las leyes eclesiásticas en la práctica del sacramento de la penitencia. Y para no andarnos por las ramas, conozcamos primero el parecer de Cristo y luego el de san Pablo, que, como es bien sabido, tuvo que encararse con las leyes del Antiguo Testamento para rebajar el endiosamiento en que las habían entronizado los fariseos y los oficiales del templo. La respuesta de Jesús la encontramos expresada sin tapujos en Mt 15, 1-23 y Mc 7, 1-1-13). Pero antes de leer estos textos conviene tener en cuenta lo siguiente.

            La fama popular de Cristo se había extendido mucho y ello dio lugar a diversas disputas con los fariseos, por lo que estos habían decidido matarle y para ello había que pillarle en algún renuncio grave con la Ley en la mano. Jesús andaba por Galilea, pues no quería ir a Judea, “porque los judíos querían matarle” (Jn 7,1). Y en la polémica sobre la observancia legal del sábado: “¿Ni habéis leído en la Ley que el sábado los sacerdotes en el templo violan el sábado sin hacerse culpables? Después de recordarles con gran ironía que un hombre vale más que una oveja y que Él estaba por encima de la ley del sábado, los fariseos “se reunieron en consejo contra Él para ver cómo perderle” (Mt, 12, 14).

            La tradición y la autoridad para los judíos eran de una importancia excepcional, como destaca san Pablo recordándoles su propio celo por las “tradiciones paternas”. No en vano había sido antes fariseo militante anticristiano que Apóstol. (Gal 1,14).

            Se daba por supuesto que, junto con la Ley escrita en la tabla de los diez Mandamientos, Dios había comunicado también a Moisés una Ley oral, que se venía transmitiendo de generación en generación en una cadena ininterrumpida de testigos o autoridades. En esta convicción arraigada se basaron luego las interpretaciones jurídicas de la Ley, dadas por diversos rabinos que gozaban de una indiscutible autoridad por sus formas de interpretar y aplicar la Ley a la vida práctica del pueblo judío.

            Pero esas diversas interpretaciones rabínicas, no siendo siempre deducciones propias del texto sagrado, se las incluía en la cadena de sus tradiciones para dar vigencia y valor a ciertos usos y costumbres religiosas. Como consecuencia de esto, los argumentos de dichos rabinos terminaron siendo considerados como interpretaciones auténticas de la Ley respaldadas por Dios mismo, que presuntamente las aprobaba con su autoridad divina. Como si en castellano dijéramos: lo dijo Blas, punto redondo. Esta ley oral de los más famosos rabinos era como un dogma de los judíos. Dicha ley oralmente tradicional se habría dado para mantener la ley escrita de los diez Mandamientos divinos.

            Por otra parte, no hay ningún pasaje bíblico en el que se fije el número de mandamientos de la Ley, sumando las prescripciones de origen rabínico. No hay acuerdo ni entre los expertos judíos ni entre los cristianos sobre el número exacto de leyes dadas por Dios a través de Moisés. No obstante, se maneja el número 613 y se insiste en que esos preceptos fueron muchos hasta el punto de resultar insoportables por sus exigencias rabínicas.

            El propósito de la Ley era llevarnos a Cristo. "De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo a fin de que seamos justificados por la fe" (Gal 3,24). Por otra parte, nadie de nosotros puede obedecer perfectamente todos los mandamientos, ya sean muchos o pocos. (Ecl 7,20; Rom 3,23). De hecho, nadie puede siquiera obedecer perfectamente los Diez Mandamientos. La Ley evidencia nuestra pecaminosidad (Rom 7,7). Dios dio la Ley para definir el pecado y demostrar nuestra necesidad de un Salvador y Jesús es el único que ha obedecido perfectamente la Ley. Con su vida, muerte y resurrección, cumplió de hecho todos los mandamientos de Dios (Mat 5,17-18).

            Según Joseph Bonsirven, citado por Manuel de Tuya, O.P., las prescripciones rabínicas llegaron a desvirtuar el sentido auténtico de la Ley hasta el extremo de que la estima de las interpretaciones orales de algunos rabinos y escribas famosos terminaron siendo consideradas superiores a las de la Ley o Thorah, y presuntamente más amadas de Dios. Más aún, el violar esas prescripciones rabínicas llegó a ser tenido como un delito más grave incluso que violar la propia Ley divina o Thoráh, cuando dichas tradiciones estaban respaldadas por una larga cadena de rabinos[17].

             En este contexto, la pregunta insidiosa que ahora le hicieron a Jesús los componentes del grupo de espionaje del sanedrín, no fue dirigida directamente a Él, sino a sus discípulos, pero terminaba recayendo sobre Él como principal responsable. Esta fue la pregunta a Jesús y su respuesta, ilustrada con un ejemplo práctico muy significativo según el texto de Mateo:

«¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antepasados?; pues no se lavan las manos a la hora de comer.». Él les respondió: «Y vosotros, ¿por qué traspasáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: "Lo que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda", ése no tendrá que honrar a su padre y a su madre. Así habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres.» Luego llamó a la gente y les dijo: «Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre.»

              Entonces se acercan los discípulos y le dicen: «¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tu palabra?» Él les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.» Tomando Pedro la palabra, le dijo: «Explícanos la parábola.»

              Él dijo: «¿También vosotros estáis todavía sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa al vientre y luego se echa al excusado? En cambio, lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre; que el comer sin lavarse las manos no contamina al hombre»". (Mt 15, 1-23).

                       

            Para nuestro propósito, cabe destacar aquí lo siguiente. Los interlocutores de Jesús le lanzan una pregunta ad hominem, o sea, para pillarle mediante un argumento falaz en conflicto con la ley sagrada. Pero Él les devuelve la pelota con un “y vosotros más,” poniéndoles un ejemplo práctico muy concreto de violación explícita de la ley de Dios por parte de ellos. En el cuarto precepto del Decálogo estaba bien claro que hay que honrar a los padres, pero ellos no tenían escrúpulos violando ese precepto divino dispensando su cumplimiento a quienes, de acuerdo con la doctrina tradicional rabínica, se dispensaban alegremente de cumplir con el precepto divino negando a los padres los bienes necesarios para su subsistencia ofreciéndoselos como excusa a Dios en el Templo bajo la etiqueta de corbán. Jesús les echa en cara sin pelos en la lengua el haber anulado así la Palabra de Dios con esa tradición rabínica. ¡Hipócritas!

            Como la cosa venía de lejos, les refrescó la memoria con lo que ocurrió ya en tiempo del profeta Isaías, 29,13. Este pueblo honraba a Dios sólo de palabra mientras que su corazón estaba muy lejos de ÉL, “puesto que su temor de mí no es más que un mandamiento humano aprendido de memoria”.

            Y ¿qué decir del tema de las prescripciones rabínicas sobre el rito de las purificaciones?

            En el Talmud estaba el Yadayím o capítulo dedicado a la purificación legal de las manos, y la casuística y ridiculez acumulada sobre este tema era realmente abrumadora. Con razón todo este tinglado de prescripciones de cuño rabínico ha sido considerado como el exponente de una religiosidad que tendía una tela de araña sobre todos los actos humanos y una serie de trampas que convertía la religión en algo insoportable. Y sin embargo, los rabinos insistían tercamente en la presunta importancia de estos ritos de purificación por ellos implantados, hasta el extremo de no excluir contra sus infractores la excomunión y la pena de muerte como castigos. Los expertos suelen recordar algunas sentencias rabínicas famosas en este sentido. Por ejemplo:

            “Si alguno come pan sin lavarse las manos, es como si fuese a la casa de una mujer de mala vida”.

              “Quien desprecia la purificación de las manos será extirpado del mundo”.

              “Hay demonios encargados de dañar a los que no se lavan las manos antes de las comidas”.

            Del rabino Eleázaro se dice que despreció esta purificación, fue excomulgado por el sanedrín, y después de muerto colocaron una gran piedra en su féretro para indicar que había merecido la pena de la lapidación.

             Nótese que no hay ni una palabra sobre la necesidad de la higiene personal en general ni en las comidas en particular. Lo que importaba a los rabinos no era la higiene y la salud, sino el cumplimiento de sus leyes, aunque fuera violando los preceptos divinos enunciados en el Decálogo, como en los casos mencionados. Y todo esto, según esta mentalidad rabínica, con la presunta aprobación por parte de Dios.

            Jesús no contestó a la insidiosa pregunta, sino que aprovechó la ocasión para poner en evidencia la existencia real de contradicciones entre sus tradiciones rabínicas y la ley divina. Fue una respuesta de contrataque personal ad hominem, de acuerdo con la pregunta. Los alimentos que injerimos no manchan la dignidad humana. Lo que mancha nuestra dignidad es la bazofia que sale de nuestros corazones como son todas las malas intenciones, los asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios e injurias. Eso es lo que contamina al hombre y de lo que tiene necesariamente que purificarse. El comer sin lavarse las manos no es lo que contamina y corrompe moralmente al hombre, como indicaban a creer las ridículas prácticas de purificación religiosas prescriptas por lo rabinos.

            Marcos remacha el clavo de su relato con una coletilla final importante:

              “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Y añadió: «Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre” y “el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte”.

              Pero vosotros decís: “Si uno le dice al padre o a la madre: los bienes con que podría ayudarte son ‘corbán’, es decir, ofrenda sagrada”, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre; invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os transmitís; y hacéis otras muchas cosas semejantes».

                        Esto da pie para pensar que había otras cosas de origen rabínico denunciables como los dos casos mencionaos sobre los deberes con los padres y la purificación neurótica de las manos.

           

            Marcos va incluso más lejos que Mateo ampliando el tipo de faltas morales de la tradición rabínica en conflicto con la Ley o Torah, a saber: “Los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades, del hombre proceden y manchan al hombre” (Mc 7,14-23).

            Después de estos enfrentamientos de Cristo con los fariseos y la oficialidad judía de turno, no cabe duda de que los rabinos judicializaron los mandamientos de la Ley con interpretaciones caprichosas hasta llegar a convertirlas en leyes gravemente obligatorias, no siendo más que malas costumbres no corregidas a tiempo y consideradas como sagradas tradiciones caídas del cielo.            Nos encontramos ante un fenómeno de endiosamiento de las leyes y tradiciones rabínicas en conflicto con la Ley divina. O lo que es igual, ante un culto idolátrico de leyes humanas ridículas, caprichosas e intransigentes de exclusiva autoría rabínica, y no de inspiración divina como gratuitamente presumían sus promotores. La reprensión de Cristo de ese error fariseo resulta impresionante en san Lucas y san Mateo[18].

            Pero hablando de la multiplicidad de leyes y preceptos rabínicos, cabe decir que a todo hay quien gana. Baste recordar que sólo en el Código de Derecho Canónico de la Iglesia hay 1.752 cánones. En cualquier caso, para consuelo del lector, recordemos también que lo del número de preceptos no tiene particular importancia. Esta constatación nos induce a reflexionar sobre el peligro de judicializar el Evangelio con el Derecho canónico y litúrgico en relación con el tema que tenemos entre manos sobre la confesión sacramental.

            Pero antes conviene recordar el enfrentamiento de san Pablo con la aplicación de las leyes judías en conflicto con la salvación por la fe en Cristo acompañada de las obras de caridad. Qué es lo que salva al ser humano, ¿el cumplimiento estricto y matemático de todas esas prescripciones rabínicas o la fe en Cristo puesta de manifiesto en obras de caridad? 

            En la carta a los romanos san Pablo desafía a todo el entramado legalista de las tradiciones rabínicas con la fe en Cristo muerto y resucitado y la superioridad del amor-caridad por encima del cumplimiento material de los ritos del Templo y las ridículas minucias de tradiciones humanas impuestas por los rabinos sin alma ni corazón.

            Contra las prácticas rabínicas sin amor: amor a Dios y al prójimo con obras de caridad. Lo mismo que los ritos del Templo y las tradiciones rabínicas sin fe en Cristo muerto y resucitado nos servirían de muy poco o nada para salvarnos, de modo análogo, la fe en Cristo sin las obras de caridad resultaría una farsa y un engaño. La Ley y las tradiciones rabínicas nos recuerdan que el pecado existe y somos pecadores, pero ni perdonan nuestros pecados ni nos salvan. Son algo así como un médico que nos ayuda a caminar hasta llegar a su consulta para decirnos que estamos gravemente enfermos sin ofrecernos el remedio para curar nuestra enfermedad. Recordemos algunas sentencias de san Pablo al respecto.

            Cuando una mujer, muerto su marido queda libre para casarse de nuevo con otro hombre, según la Ley, “así, hermanos míos, vosotros habéis muerto también a la Ley por el cuerpo de Cristo, para ser de otro que resucitó de entre los muertos a fin de que deis frutos para Dios” (Rom 7,1-4).

            Según Pablo, Cristo no sólo nos libra del pecado, sino también de la obligación impuesta por las leyes mosaicas. La mujer casada, por ejemplo, mientras vive el marido, está sujeta a él. Pero muerto éste, queda plenamente libre para casarse con otro. Pues bien, así como Cristo murió y con la muerte quedó libre de la Ley, nosotros, incorporados a la muerte de Cristo, quedamos asimismo exentos de la Ley, y debemos vivir según el espíritu nuevo y no según la Ley vieja. Esto es válido para judíos y no judíos, ya que tanto judíos como gentiles están convocados todos para ser salvados por la fe en Cristo muerto y resucitado. ¿Luego la Ley era cosa mala? No, por favor. La Ley cumplió a su modo con el deber pedagógico de conducirnos a Dios refrescando nuestra memoria con nuestra condición pecadora y la necesidad de obtener el perdón de Dios. Pero, si nos quedamos ahí, atados al cordón umbilical de la Ley vieja y de ridículas tradiciones rabínicas, nos quedamos perdidos a medio camino. En la carta a los gálatas y en la primera a los corintios remata la cuestión poniendo el broche de oro. Ni salvación sin fe en Cristo ni fe en Cristo sin buenas obras de amor caritativo.

            ¿Habéis recibido en Espíritu por virtud de las obras de la Ley o por virtud de la predicación de la fe?”. El que os da el Espíritu y obra milagros entre vosotros, “¿lo hace por las obras de la Ley o por la predicación de la fe?” (Gal 3, 1-5).

            Abraham creyó y fue justificado por su fe, no por las obras de la Ley. Para demostrar que esa justificación no era debida a las obras materiales prescritas por la Ley, sino a la fe interior en Dios, Pablo recuerda a los gálatas el caso emblemático de Abraham, del que los judíos presumían de ser hijos. Según el pasaje del Génesis 15, 6, cuando Dios prometió a Abraham un hijo, a pesar de su estado de ancianidad, y la esterilidad de su mujer Sara, el patriarca dio crédito a la palabra del Señor, y esta fe o confianza en Dios le fue computada como acto de justicia.

            De este hecho deduce Pablo la ley general de la justicia salvadora por la sola fe sin la circuncisión ni la Ley, que aún no existían. La verdadera filiación religiosa de Abraham viene por la fe y no por las obras de la Ley y las prácticas rituales de tradiciones rabínicas. “Antes de venir la fe en Cristo estábamos encarcelados bajo la Ley, en espera de la fe que había de revelarse. De suerte que la Ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero, llegada la fe, ya no estamos bajo el ayo. Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa” (Gal 3, 15-29).

            Someternos a la Ley sería volver a la servidumbre de la que nos liberamos por la fe en Cristo muerto y resucitado. Cristo nos libró de esa servidumbre de la Ley y nos dio por la fe la justicia interior dignificando nuestra condición humana con la posibilidad de poder sentirnos con razón como hijos de Dios y llamarle Padre. En consecuencia, el Evangelio termina reemplazando a la Ley y a las tradiciones rabínicas. (Gal 4).

            Pero queda todavía un cabo por atar. Cristo desmitificó el endiosamiento de las leyes y tradiciones rabínicas ritualizadas en el Templo de Jerusalén y aplicadas a la justicia social. Pero ¿basta sólo creer en Jesucristo para salvarse? La respuesta del Evangelio es tajante: NO. San Pablo se lo recuerda a los gálatas sin tapujos para que nadie se llame a engaño. La caridad suple a la Ley y les ofrece una lista de obras de amor-caridad sin las cuales el sólo creer en Cristo tampoco es suficiente para salvarnos. A todos los preceptos de la Ley, el Evangelio contrapone este único precepto: el amor caridad, que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones por la fe en Jesucristo muerto y resucitado. Con la particularidad indispensable de que ese amor a los demás se extiende a todos los seres humanos y no solo al pueblo judío. Pablo desautoriza públicamente con argumentos bíblicos y con gran ironía judía a los cristianos judaizantes, que pretendían conservar el rito de la circuncisión y otras prácticas rabínicas por él bien conocidas. Son hijos de la carne que tienen miedo a ser perseguidos por la cruz de Cristo. No, o judíos o cristianos. Nada de eufemismos legales (Gal 5 y 6).

            Pero donde Pablo pone el broche de oro contra la presunta salvación por la observancia material de la Ley, de las tradiciones rabínicas y de la fe sin obras, es en la primera carta a los corintios con su canto a la caridad. Así de claro: “Si hablando lenguas de hombres y ángeles no tengo caridad, soy como un broce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y tanta fe que trasladase los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha” (1Cor 13,1-3).

            Las virtudes cristianas se han de entender como modalidades de nuestra forma de amar a los demás como Cristo nos enseñó. Fe, esperanza y caridad. Sí, “pero la más excelente de ellas es la caridad” (Ib 13).

             La carta de Santiago, por su parte, es un varapalo certero contra la fe en Cristo sin las obras de caridad. “¿Qué le aprovecha, hermanos míos, a uno decir yo tengo fe si no tiene obras? ¿Podrá salvarle la fe?... “La fe, si no tiene obras es muerta. Mas dirá alguno: tú tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame sin las obras tu fe, que yo por mis obras te mostraré la fe”…“Pues como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras”. Y aduce como ejemplo práctico contundente de esta tesis, como Pablo, el caso de Abrahán, y el de la prostituta Rahab (Sant 2, 1-26).

            Lo mismo que Cristo argumentaba contra las despóticas tradiciones rabínicas, poniendo ejemplos prácticos de conflicto entre esas tradiciones y la Ley, Pablo y Santiago ilustran con ejemplos prácticos también la preeminencia de la fe y la caridad por encima de la Ley y de la fe sin obras.

            Al filo de este discurso sobre el endiosamiento idolatrado de leyes y tradiciones rabínicas como unidad de medida de la conducta humana y su pecaminosidad, resulta inevitable pensar en las rigurosas observancias monásticas en la historia de la Iglesia, el Código de Derecho Canónico y el ritualismo sacramental. Si tomamos esos códigos de conducta en una mano y el Evangelio en la otra, no es difícil encontrar paradojas inadmisibles, como las encontraron Cristo, los apóstoles y evangelistas, por relación al Antiguo Testamento[19].

 

            10. El pecado psicológico

           

            Llamo pecado en general a una acción humana no conforme con la voluntad de Dios. El calificativo de psicológico hace referencia a algún aspecto emotivo no controlado por el uso de la razón. Por ejemplo, tengo mal carácter y me siento mal porque a veces se me va la lengua y digo palabras fuertes a la gente. Me confieso porque mi vecino ha dicho por ahí algo de mí que no era verdad y me siento muy mal. He pecado contra la castidad, aunque en ese momento yo no tenía conciencia de hacer algo voluntario y querido ni me acordé de Dios para nada, pero me ha dejado muy mal. Me acuso de haber olvidado la penitencia que me impuso el confesor la última vez que me confesé. Me acuso de que estaba siguiendo la misa por televisión, me vino gana de ir al servicio, solté una palabrota, dejé la misa y me siento muy mal.

            Tratándose de materias como la misa dominical o cualquier asunto relacionado con la vida sexual y emocional de las personas, basta rozar la materia para que muchas se sientan mal y necesiten psicológicamente paliar ese mal estar con la confesión. Y no se hable más tratándose personas escrupulosas. La escrupulosidad es un calvario para el que se confiesa y para el confesor. Es como un clavo psicológico de culpabilidad que perfora dramáticamente toda la personalidad del penitente.

            El motivo de la confesión de estas personas es sólo porque se sienten mal. Si no se sintieran mal no se confesarían, aunque su conducta no sea correcta. Esta es la cuestión. Estos penitentes no se confiesan porque estén arrepentidos de algo malo que han hecho a sabiendas contra la voluntad de Dios o contra la caridad con el prójimo, sino porque se sienten contrariados en su sensibilidad.

            En la etiología de estos casos casi siempre hay una malformación de conciencia por relación a alguna ley que es antepuesta a la caridad, así como evidentes disfunciones psicológicas, que nada tienen que ver con el buen corazón de los penitentes. Dado que en estos casos no se detecta el más mínimo desprecio de las buenas leyes, y menos aún deseo alguno de obrar contra la voluntad de Dios y sus designios, el pecado psicológico no encaja en la materia específica de la confesión de los pecados.

            En el pecado psicológico así entendido no se pierde la relación personal con Dios y, por lo mismo, no es un tema propiamente teológico en términos de amor o rechazo de Dios. En cualquier caso, independientemente de que la materia en cuestión sea de mayor o menor gravedad, el pecador psicológico carece del grado de libertad suficiente para evitar el reincidir en esas formas de conducta objetivamente indeseables, que producen su mal estar emocional.

            Lo que ocurre es que estos penitentes encuentren más consuelo en el confesionario que consultando con juristas, moralistas, amigos o psiquiatras. Pero el considerar el confesionario como lugar propio para quitar ese mal estar emotivo que sienten, tiene el riesgo de convertir la celebración del sacramento de la penitencia en una especie de Valium o Paracetamol, que quita el dolor acuciante del momento, pero no la causa del mismo. Con lo cual, el penitente reincide intermitentemente y necesita tener siempre un confesor al lado como una caja de analgésicos en el bolsillo. Pero esto es ya harina de otro costal.

           

            11. El pecado teológico propiamente dicho

 

            Las condiciones para que tenga lugar el pecado teológico propiamente dicho son bastante fáciles de establecer y recordar. En primer lugar, tiene que existir una referencia consciente y deliberada a Dios en contra de su santísima voluntad y designios para hacer o dejar de hacer algo. El pecador teológico tiene a Dios presente y hace o deja de hacer lo que hace encarándose abiertamente con Él, o simplemente mirando para otro lado sin tenerle en cuenta para nada[20].

            A esta condición hay que añadir la materia o asunto de que se trate, conocimiento suficiente de causa y el grado de libertad indispensable para que nuestros actos resulten humanos y no meramente instintivos y ciegos. En los pecados meramente psicológicos esa falta de libertad es manifiesta. Tratándose de los pecados teológicos, en cambio, cabe hacer una observación importante relacionada con la conciencia.

            Cuando simplemente nos damos cuenta de lo que hacemos, abstrayendo de si es bueno o malo a los ojos de Dios y de la recta razón, decimos que tenemos conciencia psicológica, la cual consiste en el mero hecho de darnos cuenta de lo que hacemos sin fijarnos en su bondad o maldad objetiva. La conciencia moral, en cambio, implica la conciencia psicológica y el darnos cuenta al mismo tiempo de la bondad o maldad de nuestros actos por relación a Dios y la recta razón. Lo esencial de la conciencia moral consiste en que somos conscientes de la bondad o maldad de lo que hacemos. En este contexto, los mafiosos son maestros en el arte de pecar contra Dios y el prójimo.

            Pero en la realidad de la vida nos encontramos con personas cuyo drama consiste en que son plenamente conscientes del mal que hacen, pero no pueden evitarlo. Se dan cuenta de que hacen algo malo, pero carecen de libertad personal para dejarlo de hacer. Hay fumadores, por ejemplo, que son conscientes del mal que se causan a sí mismos y a los demás fumando y quisieran dejar de fumar, pero no pueden. Otros, por el contrario, encuentran siempre razones para seguir fumando, aunque otros tengan que pagar con ellos las consecuencias. Sin olvidar los estragos del alcoholismo, de las drogas, de los vicios sexuales y de los lavados cerebrales practicados por todos los fanatismos tanto religiosos como políticos. Pero digámoslo todo. Por encima de todos esos obstáculos para evitar los pecados formalmente teológicos, está la libertad de los hijos de Dios y su infinita misericordia. Lo que es imposible para nosotros no lo es con la ayuda de Dios, el cual nunca deja tirados en el camino a quienes oprimidos por el peso de sus pecados suplican su ayuda con el corazón en la mano contrito y humillado.

                       

                   12. Formas diversas de obtener el perdón de los pecados

      

                   Hemos hablado más arriba de las penitencias públicas de viejos tiempos, desprestigiadas por sus implicaciones poco o nada caritativas, y cómo desembocaron en la penitencia auricular tarifada, que aparece legalmente “judicializada” en el Codex vigente de Derecho canónico y en el Ritual de los Sacramentos. Pero en el año 2020 apareció la pandemia del Covid-19 y este triste acontecimiento causó mucha sorpresa y dolor en quienes tenían la idea de que sólo se podía obtener el perdón de los pecados en los lugares prescritos para ese fin en las iglesias y oratorios. Y todo ello a pesar de que en los números 1434-1438, el Catecismo habla de diversas formas de obtener el perdón de los pecados, y el canon 960 no excluye que el perdón de los pecados se pueda tener también por otros medios en casos especiales, aunque sin especificar ninguno en concreto.

                   En este contexto viene como añillo al dedo recordar lo que decimos a continuación.

                   Juan Casiano, por ejemplo, que llegó a Marsella allá por el año 416 procedente de Palestina y Egipto, fundó dos monasterios y en ese contexto monástico escribió sus famosas Collationes. Pues bien, en la XX habla de los múltiples caminos del perdón. O sea, de las diversas formas de obtener el perdón de los pecados, refrendadas cada una de ellas con citas y pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento. Vamos a ellas.

                   1. El bautismo. Por el bautismo, en efecto, se perdonan todos los pecados, empezando por el pecado original, hasta el momento de recibir cristianamente las aguas bautismales.

                   2. El martirio.  El perdón de los pecados es un don de Dios que se alcanza por la efusión de la sangre derramada con amor a Dios y a los propios enemigos.

                   Pero esto no es todo. Hay todavía, dice, numerosos frutos de la penitencia, para procurarnos el perdón de los pecados.

                   3. La conversión. Conversión de la que habla S. Pablo: “Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” (Act 3, 19). O Juan el Bautista o el mismo Cristo: “Convertíos, pues llega el reino de los cielos” (Mt 3,2).

                   4. La caridad. “La caridad cubre la muchedumbre de los pecados” (1P, 4,8).

                   5. La limosna. La limosna caritativa es un remedio para nuestros pecados: “El agua extingue el fuego inflamado y la limosna expía los pecados” (Eclo 3,33).

                   6. Las lágrimas de arrepentimiento. Las lágrimas sinceras nos procuran la purificación de nuestros pecados. “Inundo mi lecho cada noche, con mis lágrimas riego mi cama (Sal 6,7). “Para que no creamos que se llora en vano: “Apartaos de mí todos los obradores de la maldad, porque ha escuchado el Señor el rumor de mi llanto” (Sal 6,9).

                   7. Confesar nuestros pecados. “Pero te confesé mi pecado y te descubrí mi iniquidad Dije: Confesaré a Yahvé mi pecado y tú perdonaste mi iniquidad” (Sal 32,5). “Haz tú mismo la cuenta de tus pecados para justificarte” (Is 43,26).

                   8. La aflicción del corazón y del cuerpo. “Mira mi pena y mi miseria y quita todos mis pecados” (Sal 24,18).

                   9. La corrección de nuestra vida. “Quitad de mi presencia la iniquidad de vuestras acciones, dejad de hacer el mal; aprended a hacer el bien, buscad la justicia, reprimid al violento, haced justicia al huérfano, defended a la viuda. Venid, pleiteemos juntos, dice el Señor. Aunque vuestros pecados sean como la escarlata se volverán blancos como la nieve y si fueren rojos como la púrpura, vendrán a ser como la lana” (Is 1,16-18).

                   10. La intercesión de los santos. “Si uno viere que su hermano comete un pecado-un pecado que no lleve a la muerte- ruegue y le será otorgada la vida” (1 Jn 5, 16). “¿Alguno de vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia para que oren sobre él, después de haberle ungido con óleo en el nombre del Señor; y la oración hecha con fe parará incólume al doliente, y el Señor le reanimará; y si ha cometido pecados, le serán perdonados”. (Sant 5, 14-15).

                   11. Convirtiendo a nuestros prójimos con exhortaciones y buenos consejos. “Quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (Sant 5,19-20).

                   12. Perdonando y olvidando las ofensas recibidas. “Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados” (Mt 6, 14-15).

                   13. El olvido y desapego a los pecados cometidos para no repetirlos como forma de obtener también el perdón de esos pecados. Como si dijéramos: pecados olvidados y no repetidos, pecados perdonados.

                   Juan Casiano invitaba a sus interlocutores monásticos a reflexionar sobre la diversidad de medios de acceso al perdón de los pecados por parte de Dios. Esta realidad, según él, debe ser un motivo de consuelo para todo pecador arrepentido y un incentivo para vivir[21].

                   Aparte de la penitencia oficial, desde el siglo IV se venía hablando del perdón de los pecados mediante la profesión monástica o ingreso en la vida religiosa, y la conversión fuera de los claustros monásticos. Parece ser que, para los contemporáneos de san Agustín y san Cesáreo, el renunciar a la vida del siglo para consagrarse a Dios de una forma total, esa drástica decisión llevaba consigo la remisión de los pecados graves sin pasar antes por la penitencia oficial de la Iglesia. La profesión monástica era considerada como un segundo bautismo con el cual quedaban borrados todos los pecados por graves que ellos hubieran sido.

                   Y qué decir de los “conversos y “conversas”. ¿Se les perdonaban igualmente los pecados? Los conversos de los que aquí se trata eran personas que optaban por una vida muy mortificada enteramente casta y continente viviendo sin encerrarse en monasterios sometidos a reglas y observancias monásticas. Solían ser matrimonios de eclesiásticos que vivían con sus esposas en algún lugar libremente elegido constituyendo una especie de orden tercera religiosa moderna. Pues bien, se dice que también a estos “conversos”, hombres o mujeres, en virtud de esta opción de vida, les eran perdonados sus pecados lo mismo que a quienes se internaban en los monasterios regulados por rigurosas normas de vida cristiana.

                   Pues bien, ni la profesión religiosa monástica ni la forma de vida de esos conversos y conversas podían ser consideradas como un subterfugio para esquivar la penitencia eclesiástica oficial. Sin olvidar que el compromiso de llevar una vida retirada con la exigencia inmisericorde de la castidad perfecta, no era precisamente un aliciente para ánimo a la mayoría de los pecadores. En la práctica no existía para ellos otra forma de obtener el perdón de sus pecados después del bautismo que el recurso a la severa penitencia eclesiástica, de la que hemos hablado más arriba y plenamente en vigor en el siglo IV.

                   La severidad de aquellas penitencias públicas, así como la prohibición de su repetición, llevó a muchos penitentes a buscar consuelo espiritual por otras vías de reconciliación con Dios y la Iglesia, más de acuerdo con el Evangelio y menos judicializadas.

                  

                   13. Formas diversas de penitencia según el Catecismo de la Iglesia

      

                   Como colofón de lo que terminamos de decir sobre las diversas formas de obtener el perdón de los pecados, es obligado recordar el recuento que hace de ellas el Catecismo de la Iglesia:

 

                 1434. La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo  o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación  por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de pecados" (1 P 4,8).

                    1435. La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y              seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

                    1436. Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales" (Concilio de Trento: DS 1638).

                    1437. La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

                    1438. Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de  Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de lapráctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las               liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

              1439. El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre  que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza”.

 

                   Viniendo ahora a nuestros tiempos, cabe decir que con la triste irrupción de la pandemia del 2020 mucha gente empezó a despertar de la modorra secular en que se encontraba, temiendo ir derechos para siempre al sheol por no haber podido presentarse a confesar sus pecados en los confesionarios prescritos por el Derecho Canónico, sin conocer todas estas otras formas de alcanzar el perdón de los pecados[22].

                                                      

                   14. Observaciones pastorales

                  

                   Largo sería hacer una valoración crítica de cada una de esas formas enumeradas para obtener el perdón de los pecados. La respuesta pragmática a las aporías pastorales en este campo resulta fácil si nos atenemos a la normativa existente en el Código de Derecho Canónico y el Ritual de los Sacramentos. Lo que ocurre es que, desde el punto de vista práctico, al aplicar pastoralmente esas normas, surgen dificultades serias para su aplicación, tanto por parte de los penitentes como de los administradores del sacramento del perdón. En nuestros días cabe destacar algunas actitudes penitenciales que complican las cosas, aparte de la ignorancia existente de las variadas formas de beneficiarnos de la misericordia amorosa de Dios en situaciones humanas difíciles.

                   Digamos para empezar que hay quienes abandonan el sacramento de la confesión por no haber recibido el trato comprensivo y caritativo que cabía esperar del ministro, o fueron tal vez al confesonario buscando tres pies al gato y les dijeron que los gatos tienen dos patas y dos manos. Sin olvidar a quienes fueron a acusar a alguien, o bien a cargar pilas para poder seguir haciendo de su capa un sayo después de una confesión legalmente bien hecha según el ritual aprobado por la Iglesia. El caso más extremo de la práctica de la confesión “judicializada” tiene lugar cuando el penitente no tiene intención de rectificar su conducta, pero exige al confesor que le absuelva de sus pecados como en un juicio sumario bajo amenaza implícita. Sin olvidar tampoco a quienes acuden al confesonario canónico a pedir apoyo moral para ajustar las cuentas a alguien, a lavar socialmente su imagen personal ante el público e incluso a provocar al confesor.

                   ¿Por qué van unos a confesarse sin necesidad y los que más lo necesitan no van nunca? Aquí ocurre algo parecido a lo que ocurre en el consultorio médico. Lo cual nos permite hablar también de confesores que conocen y aplican los criterios de misericordia de Dios y otros que se limitan a aplicar las normas rituales prescritas para la administración del sacramento del perdón, y si te he visto no me acuerdo. Pero esto no es todo.

                   Como es sabido, Lutero defendió a capa y espada hasta la muerte que lo que salva es la fe en Cristo sin tener en cuenta la caridad. Su lema fue: pecca fortiter, sed crede fortius, peca fuertemente, pero cree más fuertemente. O sea, el perdón de los pecados se obtendría por el solo creer en Jesucristo sin necesidad de hacer las obras buenas por Él exigidas mediante el amor al prójimo. Lo cual implicaría también un barrido total del sentido de responsabilidad personal. El sacramento de la confesión, por tanto, estaría de sobra. Pero esta doctrina resulta demasiado extravagante y ajena a los hechos y dichos de Cristo hablando del amor a nuestros semejantes como condición indispensable para ser reconocidos por Dios en el reino de los cielos. Baste recordar este texto emblemático de referencia entre tantos otros existentes:

        “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. Entonces también estos contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”. Él les replicará: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”. Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (Mt 25,31-46)”[23].

 

                   En esta misma línea, pero al revés, existe otra actitud que consiste en pecar tanto cuanto nos lo pidan el cuerpo y la mente, a condición de que nos confesemos lo antes posible de los pecados con un funcionario de turno. Según esta mentalidad, el sacramento de la penitencia no es considerado innecesario e indeseable al estilo luterano, sino como absolutamente indispensable. Parafraseando el lema luterano, el resultado de esta segunda actitud sería el siguiente: peca cuanto te apetezca y confiésate cuanto antes. Lo cual lleva consigo la existencia de confesores disponibles en determinados lugares, tiempos, ritos y circunstancias para resolver cumplidamente el problema del perdón de los pecados.

                   Por razones obvias, los penitentes y profesionales de esta segunda actitud son los más propensos a la judicialización del sacramento del perdón, condicionando así la validez y eficacia del mismo a que la celebración del mismo se realice respetando determinadas normas canónicas establecidas con precisión casi matemática. De eso se encargan el Derecho Canónico y el Ritual de los sacramentos.

                   Una observación importante de actualidad es la siguiente. Siempre se ha hablado de la gratuidad de la gracia, otorgada amorosamente por Dios en el sacramento de la confesión. Pues bien, en este contexto existe una tendencia a pensar que Cristo pagó de una vez por todas la factura de nuestros pecados pasados y venideros, de suerte que ya no sería necesario confesarse. Como si dijéramos: olvidémonos de los pecados cometidos en el pasado y no nos retraigamos de cometer eventualmente otros en el futuro, porque todas esas facturas las “paga la empresa” de la redención de Cristo. Esta es una forma actual muy socorrida de barrer el sentido de responsabilidad personal banalizando la gracia divina del perdón con la excusa de la gratuidad de la gracia. La gratuidad de la gracia no dispensa a nadie del sentido de responsabilidad.

                   Por otra parte, resulta muy consolador recordar el papel misericordioso que juega el sacramento de los enfermos tal como quedó diseñado en el final de la carta de Santiago hablando de la oración. “Alguno de vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados. Confesaos, pues, mutuamente vuestras faltas y orad unos por otros para que os salvéis (…) Hermanos míos, si alguno de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (St 5, 14-20).

                   Los exégetas hacen comentarios sabrosos sobre estas palabras pastorales de Santiago, pero aquí sólo me interesa destacar su relación con el perdón de los pecados. Por ejemplo, Santiago da un consejo o recomendación pastoral y no una orden perentoria o precepto formal de que se llame a un sacerdote o más de uno si los hubiere, para que se personen ante el enfermo y cumplan un ritual preceptuado como una obligación impuesta para que el enfermo encuentre alivio en la enfermedad y le sean perdonados sus pecados graves si los hubiere. El sacramento de los enfermos, como reconoce el propio concilio de Trento, fue recomendado y promulgado por Santiago como un consejo y no como una imposición. En cualquier caso, la finalidad principal de dicho sacramento es religiosa en razón de la remisión de los pecados, sin especificar si son chicos grandes, además del alivio terapéutico reportado[24].

                   Y que nadie nos venga con el cuento de la gratuidad irresponsable invocando el capítulo undécimo de la carta a los hebreos. La fe es la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos. La fe es conocimiento y confianza en Dios, ciertamente, y por ella tuvieron lugar muchos hechos maravillosos y consoladores en la historia de la salvación. Pero con esta convicción el autor de dicha carta remata la faena con un programa de obras de caridad, sin cuya realización, el mero saber por la fe de poco o nada nos serviría (Heb 11, 1-36; 23, 1-18).

 

                   15. El pecado contra el Espíritu Santo

                  

                   Hablando del perdón de los pecados, surge inevitablemente la grave cuestión sobre el pecado contra el Espíritu Santo. Cristo la sacó a colación cuando, habiéndose sentido calumniado por los fariseos, quienes le acusaron de endemoniado, respondió con esta advertencia: “Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mt 12,31-32).

                   Y según Marcos: “En verdad os digo que todo les será perdonado a los hombres, los pecados y aún las blasfemias que profieran; pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, es reo de eterno pecado” (Mc 3, 28-29).

                   En qué quedamos, ¿se perdonan todos los pecados sin reservas, o todos menos uno, la blasfemia contra el Espíritu Santo?

                   Es obvio que esta forma de hablar del Señor es bíblico-semítica de uso conocido en los documentos rabínicos en los que las cosas se expresan con mucha frecuencia con contraposiciones extremadas para enfatizar la gravedad de los problemas. Los exégetas se encargan de aclarar estos extremos y los teólogos reflexionan sobre el significado objetivo de los mismos. Pero a simple vista, la lectura de estos textos causa la impresión de que Cristo se contradijo al decir que todos nuestros pecados serán perdonamos, si nosotros así lo deseamos, pero a renglón seguido afirma rotundamente que todos menos uno por su gravedad. Pues bien, teniendo en cuenta el contexto bíblico del relato, el sentido común, así como la experiencia propia de la vida, cabe responder pastoralmente a la cuestión del modo siguiente.

                   El pecado contra el Espíritu Santo o Hijo del hombre, es irremisible por su propia naturaleza, ya que equivale a despreciar el perdón y a Dios que lo otorga, al que se le confunde malévolamente con el demonio, que representa toda clase de males. Se trata por tanto de un enfrentamiento con Dios, insultándole, calumniándole y despreciando su misericordia y perdón. Es algo así como cerrar los ojos para no ver con la luz del sol, fuente de toda luz terrenal. Un hombre se está muriendo de hambre, una persona caritativa le ofrece un bocadillo, y, en lugar de tomarlo agradecido, insulta al bienhechor al tiempo que arroja el bocadillo a un contenedor de la basura. No obstante, la persona bienhechora sigue esperando hasta que el desagradecido cambie de actitud y salve su vida de una muerte segura. No es que Dios no pueda o no quiera perdonar al pecador. Es que el pecador desprecia el perdón y a Dios mismo que le quiere perdonar. De esta forma, el pecador cierra todas las puertas de la misericordia que Dios mantiene siempre abiertas.

                   Pero seamos realistas. El cambio de actitud del pecador frente a Dios ha de producirse en esta vida, ya que en la otra después de la muerte ya no habrá ocasión de pecar ni de arrepentirnos de haber pecado.

                   Para enfatizar la gravedad de alguna mala acción, solemos decir coloquialmente que “eso no tiene perdón de Dios”. Lo tiene, si realmente lo quiere el malhechor, en lugar de rechazarlo y despreciar a Dios que amorosamente lo ofrece. Pedro deseó sinceramente el perdón y lo obtuvo sin dificultad de Cristo ofendido. Judas, en cambio, despreció el perdón y optó por suicidarse. Se suicidó él, no le ahorcó nadie que se sepa. S. Pablo persiguió a muerte a los cristianos y Cristo no le ajustó las cuentas por el gran pecado cometido. Dios puede y quiere perdonar todos nuestros pecados, si nosotros no le impedimos que lo haga. En caso contrario, el problema es enteramente nuestro, no de Dios, cuya misericordia infinita está por encima de nuestras miserias humanas y pecados.

                  

                   16. La dificultad del Padrenuestro

 

                   Hay personas piadosas y de buen corazón que, cuando se habla de perdonar a quienes nos han hecho algún mal, se suben por las paredes. Que Dios con su infinita misericordia perdone al pecador arrepentido les resulta fácil de entender. Perdonar es un atributo inseparable de Dios. Pero ¿se sigue de ahí que, nosotros los seres humanos hayamos de perdonarnos mutuamente, incluyendo a nuestros propios enemigos? Hay muchas personas que admiran y aclaman a los que perdonan, pero no se sienten obligadas a hacer lo mismo en igualdad de circunstancias. Eso les parece algo imposible y a nadie se le puede obligar a hacer lo que es imposible. Casos prácticos sorprendentes en esta materia pueden encontrarse sin dificultad entre los miembros de no pocas familias con motivo de la repartición de las herencias familiares. Y no se hable más tratándose de perdonar a terroristas y malhechores profesionales de toda especie.  

                   Los redactores del Catecismo de 1992 fueron muy conscientes de esta realidad al tratar de explicar el significado teológico y práctico de la petición cuarta que se hace en la recitación del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

                               Así de claro en el nº 2840 del Catecismo:

                   “Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia (del que ha hablado antes) no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia”.

                               Continúa en el nº 2841:

                    “Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña (cf Mt 6, 14-15; 5, 23-24; Mc 11, 25). Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero “todo es posible para Dios” (Mt 19, 26)”.

                               Y remata la faena en el nº 2845:

           “No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 3-4). Si se trata de ofensas (de “pecados” según Lc 11, 4, o de “deudas” según Mt 6, 12), de hecho, nosotros somos siempre deudores: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor” (Rm 13, 8). La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación (cf 1 Jn 3, 19-24). Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía” (cf Mt 5, 23-24).

                               Sobre este texto cabe hacer las siguientes observaciones.

                   Según Mateo y Lucas, el perdón es una exigencia absoluta del amor entre los cristianos y no una exclusiva de Dios. Ese perdón ha de ser absoluto sin reservas o excepciones, si bien Lucas sitúa y destaca esa forma de conducta en su contexto propio, que es el de la caridad. Por otra parte, ambos evangelistas están de acuerdo en que el número siete se ha de tomar como símbolo de perfección y universalidad, lo cual equivale a decir que hemos de otorgar perdón tantas cuantas veces el ofensor nos lo suplique; o sea, siempre y en todas partes.

                   De acuerdo, dirá algún lector, pero ¿cómo atar psicológicamente los cabos de la petición de perdón por parte del ofensor con el perdón otorgado por parte del ofendido? Parece como si Dios exigiera como condición indispensable para otorgarnos su perdón que nosotros perdonemos primero a nuestros ofensores humanos, cosa que, sobre todo tratándose de enemigos declarados, parece humanamente imposible. Esta es la cuestión y la respuesta teológica es muy fácil: lo que no es posible para el hombre lo es para Dios y hay pruebas contundentes y evidentes en la vida cristiana para demostrarlo[25].

                   Dicho lo cual, fijemos ahora la atención en el texto de Mateo 18,21-34.

                   Cabe destacar de entrada que lo que hay que perdonar siempre y en todas partes, pueden ser ofensas recibidas o deudas comerciales contraídas. Para efectos del perdón es lo mismo. Una persona, por ejemplo, ofende calumniando a otra, hablando en público mal de ella o simplemente dejando la lengua más suelta de lo debido. Cuando esa persona se queda sola, recapacita y la conciencia le pasa la factura de su conducta, al día siguiente se encuentra con la persona agraviada y le pide sinceramente perdón por lo ocurrido. Así las cosas, la persona ofendida tranquiliza a su ofensor quitando hierro al asunto y no se habla más del ello.

                   Otras veces se hacen préstamos financieros acordando las condiciones de su devolución a plazos. Pero en un momento dado el beneficiado del préstamo no puede cumplir con su palabra y expone su situación al prestamista o fiador; éste examina la situación y le perdona el resto de la deuda contraída con él. Esto puede ocurrir lo mismo entre personas particulares que entre naciones ricas y pobres. Lo cual significa que el perdón entre personas humanas e instituciones públicas es un hecho no demasiado habitual, pero real y deseable.

                   Ahora bien, cuando rezamos el Padrenuestro, apelamos a estos hechos suplicando a Dios que haga Él lo mismo con nosotros cuando nos convertimos en deudores suyos con nuestras malas relaciones con Él y con nuestros semejantes. O lo que es igual, violando altaneramente el mandado divino del amor a Dios y al prójimo. Pues bien, si nosotros, siendo malos somos capaces de hacer cosas buenas como estas, ¡cuánto más será Dios bueno con nosotros poniendo amorosamente a nuestro servicio su misericordia divina! Esto no parece ofrecer mayor dificultad de comprensión. El punto neurálgico de la cuestión está en la modalidad como nosotros y en la exigencia de que sean incluidos también nuestros enemigos, si los hubiere.

«Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».         Este “como” condicional, advierte el Catecismo, no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34).

            Intentemos aclarar las cosas. Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es “nuestra Vida” (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (cf Flp 2, 1. 5). Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).

            Digamos esto mismo de otra manera.

            Cuando se nos pide que perdonemos a nuestros ofensores o deudores como condición previa para que Dios nos perdone a nosotros, seres humanos, Dios no nos está pidiendo hacer algo imposible sino algo proporcionado al modo humano a nuestro alcance. Cumplida esta condición previa, Dios nos perdonará después al modo divino. La condicional como, por tanto, no significa igualdad en la forma de perdonar. Dios nos perdona a nosotros con amor divino infinito y los seres humanos sólo podemos perdonar a nuestros ofensores y deudores de forma ajustada a los límites de nuestra naturaleza humana. Si la condicional como nosotros, significara igualdad, estaríamos suponiendo que somos iguales a Dios, lo cual no tiene sentido ninguno. Significa sólo semejanza proporcional, dada la diferencia existente entre Dios nuestro creador y nosotros sus criaturas. El déficit por parte nuestra, para dejar de sentir la ofensa y el deseo de vengarla, lo suple la fuerza del Espíritu Santo.

            No hay motivo pues para que nos asustemos por la advertencia innegociable de Jesús, que reza así: “Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados” (Mt 6, 14-15).

            Este es, en efecto, el gran principio de la moral cristiana, cuya culminación tiene lugar en el precepto del amor a Dios y al prójimo sin fisuras ni excepciones. 

            Ahora bien, lo del perdón a los enemigos, que es el zénit del precepto, es harina de otro costal. Los hombres, en efecto, somos capaces de perdonarnos pequeñas ofensas recibidas y deudas pecuniarias contraídas, pero perdonar al enemigo declarado, sin devolverle el mal que nos hace, resulta imposible sin la fuerza del Espíritu Santo. El ejemplo más elocuente de la existencia de esa posibilidad de perdón lo tenemos en el propio Cristo clavado en la cruz y en los mártires derramando su sangre por amor a Dios perdonando al mismo tiempo a sus verdugos. Dios no nos exige nada imposible para el ser humano, pero sí nos pide lo que nos es posible con la ayuda de su misericordia divina, como es el perdonar al enemigo. Los seres humanos no somos Dios ni podemos igualarnos a Él, pero sí podemos hacer cosas según sus designios y las limitaciones propias de nuestra naturaleza creada y redimida, contando con la fuerza del Espíritu de Dios, que es el Espíritu Santo que está siempre a nuestra entera disposición.

 

                   17. El confesonario de Cristo

 

                   1) Derecho canónico

 

                   En el código de Derecho canónico hay prescripciones taxativas sobre los protagonistas del sacramento de la penitencia y la forma de celebrarlo en clave de justicia legal de modo parecido a como se hace en cualquier código legislativo civil. No en vano, como queda dicho, la disciplina penitencial de la Iglesia imitó a los códigos legislativos germánicos. Recordemos la disciplina canónica vigente a este respecto para compararla con las formas, modos y lugares de la administración de la misericordia y el perdón por parte de Cristo durante su vida pastoral en Palestina.

                   - Canon 960: “La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede tener también por otros medios”.

                       - 961 § 1. “No puede darse la absolución a varios penitentes a la vez sin previa confesión individual y con carácter general a no ser que:

                       1 amenace un peligro de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la confesión de cada penitente;

                       2 haya una necesidad grave, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión; pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran concurrencia de penitentes, como puede suceder en una gran fiesta o peregrinación.

                       § 2. Corresponde al Obispo diocesano juzgar si se dan las condiciones requeridas a tenor del § 1, 2, el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en los que se verifica esa necesidad”. O sea, que son las autoridades quienes determinan la conveniencia o necesidad de optar por una u otra forma de dispensar el perdón”.

                       - 962 §1. “Para que un fiel reciba válidamente la absolución sacramental dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese modo”.

                       § 2. “En la medida de lo posible, también al ser recibida la absolución general, instrúyase a los fieles sobre los requisitos expresados en el § 1, y exhórtese antes de la absolución general, aun en peligro de muerte si hay tiempo, a que cada uno haga un acto de contrición”.

                       - 963: “Quedando firme la obligación de que trata el c. 989, aquel a quien se le perdonan pecados graves con una absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse causa justa”.

                       - 964 § 1.  “El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio.

                       § 2.  Por lo que se refiere a la sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen.

                       § 3.  No se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa causa”.

                  

                   Es obvio que el legislador canónico estableció criterios condicionantes del perdón con mentalidad más restrictiva que generosa de nuestra libertad. Ciertamente con la buena intención de garantizar el servicio de misericordia, pero ello implica reducir en la práctica la posibilidad de su dispensación. Toda ley humana tiende a restringir nuestra libertad más que a estimularla. Por ello, si los ministros del sacramento del perdón se limitan a aplicar las normas canónicas establecidas para su celebración sin más consideraciones, corren el riesgo de minimizar el efecto consolador de la misericordia divina otorgada. En los relatos evangélicos que nos hablan de la forma de absolver Cristo a quienes acudían a Él agobiados por el peso de sus pecados, pidiendo perdón y misericordia, no aparecen normas reguladoras de la administración del sacramento al modo como aparecen en el Derecho canónico de la Iglesia. Recordemos algunas escenas de contraste.

         

          2) ¿Prescripciones legales del Evangelio?

 

          Ninguna. El confesionario de Jesús se instalaba automáticamente allí donde la gente acudía a Él para obtener misericordia con el corazón sinceramente contrito y humillado. Para Jesús, ese corazón contrito y humillado, descrito en el salmo 50, era la piedra angular del perdón divino.  Recordemos algunos de sus versos más conmovedores:

                                 Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
                                                por tu inmensa compasión borra mi culpa;
                                                          lava del todo mi delito,
                                                limpia mi pecado.

                                        Pues yo reconozco mi culpa,
                                                tengo siempre presente mi pecado:
                                                          contra ti, contra ti solo pequé,
                                                cometí la maldad que aborreces.

                                        Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
                                                renuévame por dentro con espíritu firme;
                                                          no me arrojes lejos de tu rostro,
                                                no me quites tu santo espíritu.

                                       Los sacrificios no te satisfacen:
                                                si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
                                                          Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
                                                un corazón quebrantado y humillado,
                                                tú no lo desprecias.
(Sal 50, 3-6. 12-13.18-19).

             Cualquier persona que se acercaba a Jesús con estos sentimientos tenía el perdón de Dios asegurado. Jesús no tenía confesonario fijo en ninguna parte ni un reglamento para controlar y poner en orden a los penitentes. Lo mismo le daba que suplicaran el perdón de pie que sentados, de rodillas o con los brazos levantados, sin decir una palabra más alta que otra o en voz alta para que todo el mundo los oyera. La absolución era siempre corta y la penitencia nula o muy fácil de cumplir. Veámoslo recordando algunos casos de referencia para edificación de aquellos ministros del sacramento del perdón que se sienten atados con las cuerdas justicialistas canónicas olvidando la libertad evangélica de los hijos de Dios cuando pecan, se arrepienten sinceramente de sus pecados y abren su corazón contrito a la misericordia de Dios.

             3) El perdón de los pecados según el profeta Ezequiel

a) Texto:

“Y si el malvado se retrae de su maldad, y guarda todos mis mandamientos, y hace lo que es recto y justo, vivirá y no morirá. Todos los pecados que cometió no le serán recordados, y en la justicia que obró vivirá. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yahvé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? Pero, si el justo se apartare de su justicia e hiciere maldad conforme a todas las abominaciones que hace el impío, ¿va a vivir? Todas las justicias que hizo no le serán recordadas; por sus rebeliones con que se rebeló, por sus pecados que cometió, por ellos morirá. Y si dijereis: No es recto el camino del Señor, escucha, casa de Israel. ¿Que no es derecho mi camino? ¿No son más bien los vuestros los torcidos? Si el justo se aparta de su justicia para obrar la maldad y por eso muere, muere por la iniquidad que cometió. Y si el malvado se aparta de su iniquidad que cometió y hace lo que es recto y justo, hará vivir su propia alma. Abrió los ojos y se apartó de los pecados cometidos, y vivirá y no morirá. Y dice la casa de Israel: ¿No son derechos los caminos del Señor? ¿Que no son derechos mis caminos, casa de Israel? ¿No son más bien los vuestros los torcidos? Yo, pues, os juzgaré a cada uno según sus caminos, ¡oh casa de Israel! dice Yahvé. Volveos y convertíos de vuestros pecados, y así no serán la causa de vuestra ruina. Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Que no quiero yo la muerte del que muere. Convertíos y vivid (Ez 18, 21-32).

            b) Comentario breve.

            En este fragmento se expresa ya con claridad meridiana la disposición de Dios a perdonar al pecador sin otra exigencia que la conversión y cambio de vida. Basta la buena voluntad de querer cambiar de vida a mejor para que Dios haga caso omiso de los pecados pasados, que no le serán más recordados.            

            Dado que Dios es justo y misericordioso, no se complace en la muerte física e inmediata del impío, que era considerada como el máximo castigo. Pero sin olvidar que vida en la literatura sapiencial tiene el sentido de relaciones amistosas con Yahvé. Pues bien, el profeta no alude aquí a una muerte espiritual de ultratumba, a la que se refería san Pablo. Cuando Pablo decía que Dios quiere que todos hombres se salven, (1 Tm 2,1-8), se refería a su vida después de la muerte física terrenal. Esta es una nueva perspectiva neotestamentaria no contemplada todavía en este estadio de la revelación de la época de Ezequiel.

            Este ilustre profeta parece querer resaltar ante los exilados el grado de responsabilidad de cada individuo ante Dios. Por eso, le interesa más que otra cosa destacar la voluntad sincera de arrepentimiento de cada hombre en particular en sus relaciones presentes con Dios. Los pecados del pasado no serán recordados para seguir ajustando las cuentas por ellos, lo cual no significa que las obras pasadas carezcan en absoluto de valor ante Dios, sino que se han de entender en el sentido relativo de que lo que interesa sobre todo son las buenas obras actuales. Por muy buenas que hayan sido las pasadas, si las presentes son malas, de nada sirven para justificarse ahora ante Dios.  Desde la perspectiva del profeta, lo que él quiere resaltar es que lo que interesa ahora es la conducta presente, no la pasada. No debemos retrasar la conversión y reconciliación con Dios ni un solo momento. El futuro de nuestra salvación (seguir viviendo en este mundo según el Antiguo Testamento, o después de la muerte terrenal en otra dimensión de la existencia, según el Nuevo) nos lo jugamos en cada momento presente reconociendo sólo una importancia relativa al pasado.

            Se comprende que los oyentes de Ezequiel, habituados a vivir recordando el pasado como piedra angular del futuro colectivo del pueblo de Israel, encontraran mucha dificultad en entender su enfoque profético más personalizado de la vida y la respuesta a Dios mediante la conversión individual para alcanzar su divino perdón. Los oyentes de Ezequiel estaban muy mentalizados con la idea de solidaridad privilegiada con el prójimo judío como colectivo social y con su pasado histórico, por lo que no les parecía justo lo que, según el profeta, Dios esperaba de ellos: “No es recto el camino del Señor”. Pero en realidad – comentó Maximiliano García Cordero, O.P., “lo que es recto es la nueva doctrina de que cada uno sufra por sus pecados y de que ante todo interesa la actitud presente del pecador. En este supuesto, les invita a entrar por el camino de la sincera conversión como único medio de librarse de la ruina. Es preciso un corazón y un espíritu nuevo una nueva disposición interna de acercamiento sincero a Dios. Es el pacto nuevo escrito en los corazones, de que habla Jeremías, como gran promesa mesiánica. En el nuevo orden de cosas”[26].

             18. Jesucristo sembrando comprensión y perdón

           - Caso A. La mujer acusada de adulterio (Jn 8,1-11)

          Los jefes de Israel quieren hacer caer a Jesús en el cepo de la Ley para ajustarle las cuentas. Esta mujer ha cometido adulterio y según la ley debe morir (Lev 20,10; Dt 22,22-ss). ¿Qué opinas sobre esto? De momento, silencio elocuente por respuesta. Jesús rompe el silencio y responde a los celosos cumplidores de la Ley con otra pregunta “ad hominem” también no menos comprometedora: “El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra” contra ella. Ni piedras ni palabras por su parte, se marcharon con el rabo entre las piernas pillados en el cepo de su propia hipocresía y vergüenza personal.

          ¿Nadie te condenó? ¡No, Señor! Yo te absuelvo de tus pecados y no peques más, hija mía. En resumidas cuentas: examen de conciencia sumario, contrición de corazón sin necesidad de confesión verbal, absolución y dejar de pecar como penitencia.

          El caldo de cultivo de los acusadores era el cumplimiento de la ley y nada más. Y el caldo de cultivo de Jesús, el amor de Dios y al prójimo, comprensión, perdón y salvación. ¿Lugar y gestos rituales para la celebración del sacramento del perdón? No otros que los improvisados sobre el terreno de acuerdo con las circunstancias de lugar y tiempo de los acusadores, de la penitente y del ministro del sacramento.

          - Caso B. Comiendo en casa de un fariseo (Lc 7, 36-50)

          En este caso el confesonario no fue improvisado al aire libre. El confesonario de Jesús en esta ocasión fue el comedor de un fariseo donde Jesús se encontraba invitado supuestamente a almorzar. ¿Prostituta callejera ella o de mayor rango social sin excluir el farisaico? No lo sabemos ni importa saberlo. Lo que importa es lo siguiente: “Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que (Jesús) estaba a la mesa en casa del fariseo, con un pomo de alabastro de ungüento se puso detrás de Él, junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies y los ungía con el ungüento”.

          El fariseo anfitrión, que Simón se llamaba, no salía de su asombro y posiblemente pensó para sus adentros: ¿A dónde vamos a llegar con este Jesús de Nazaret? ¡Si supiera quién es esta fulana! Jesús se tomó entonces la confianza de darle una lección en su propia casa. Mira, Simón, no te asombres. Un prestamista tenía dos deudores, a uno le perdonó una deuda grande y al otro una pequeña. ¿Cuál de los dos debería estar más agradecido al prestamista? Y Simón contestó correctamente.

          Pues bien, continuó Jesús, según las buenas costumbres de Israel, al llegar yo aquí a tu casa deberías haber hecho conmigo una serie de cosas que no has hecho. Esta mujer, en cambio, ha regado mis pies con sus lágrimas de amor y los ha enjugado con sus cabellos; desde que entré no ha cesado de besarme los pies y los ha ungido con ungüento. “Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”. Y a ella le dijo: “Tus pecados te son perdonados (….) Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

           Jesús perdonó los muchos e importantes pecados de esta mujer arrepentida y que derramó lágrimas y gestos de amor con el corazón contrito y humillado. Su fe o confianza en Jesús, demostrada con obras concretas de amor sincero, atrajeron hacia ella la misericordia y el perdón divino como el imán al hierro. No hubo confesión oral audible de sus pecados ni escuchó ninguna penitencia añadida por los mismos. Jesús se limitó a absolverla sin más averiguaciones y despedirla inundada de felicidad y de paz. ¿Fe sin caridad? ¿Caridad sin fe? ¡Pobre Lutero y pobres paganos cristianos!

          - Caso C. La cruz como confesonario. (Lc 23, 42-43)

          Según Lucas, uno de los dos ladrones crucificados al lado de Jesús le insultó. “Pero el otro, tomando la palabra, le reprendió diciendo: ¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios? …, pero éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso”.

          Jesús fue conducido legalmente a la cruz, la cual se convirtió en el confesonario canónico judío donde escuchó la confesión oral y pública del penitente, el cual recibió sin demora la absolución de sus pecados sin penitencia ninguna añadida. Pero sigamos adelante.

         

          19. Oveja perdida, dragma encontrada e hijo pródigo

 

          Un día los publicanos y pecadores se acercaron a Jesús para oírle y los fariseos y escribas murmuraron echándole en cara que acogía a pecadores y comía con ellos: “Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15,1-2).

          Con una hipérbole manifiesta, al decir todos los publicanos, Lucas plantea el tema central del capítulo sobre la misericordia de Dios. A estos publicanos y pecadores no les interesaba para nada la pureza legal farisaica, pero acudían a Cristo para oírle. Esto levantó la censura habitual de los fariseos y escribas para murmurar contra Jesús, porque comía y acogía a esos tildados de pecadores según la mentalidad farisaica. Así las cosas, Lucas articula la respuesta de Jesús en tres parábolas con la misma finalidad: destacar la misión y el gozo de Cristo por salvar a los pecadores.        

          a) La parábola de la oveja perdida

“¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida hasta que la halle? Y, una vez hallada, la pone alegre sobre sus hombros, y, vuelto a casa, convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia” (Lc 15,3-7)

         

          Mateo trae a colación esta parábola en un contexto distinto que el de Lucas, pero con la misma intención de destacar la búsqueda de la oveja perdida o pecador por parte de Dios mediante el recurso literario a la conducta de un buen pastor palestino de ovejas cuando al final del día se da cuenta de que le falta una de las ciento del rebaño. De modo similar, Dios busca al pecador que se ha perdido en los caminos del pecado poniendo de manifiesto que es voluntad de Dios el que no se pierda ni una sola de sus ovejas pecadoras. Lucas va más directamente que Mateo al tema de la misericordia de Dios sobre el pecador, destacando la forma dinámica y persistente de la búsqueda. Dios busca a los pecadores de muchas formas y maneras hasta hallar a cada oveja perdida o pecador, lo cual constituye un motivo de gozo en el cielo. De una manera enfática, se advierte que bien vale la pena dejar provisionalmente al resto del rebaño al cuidado de algún pastor amigo, o en algún lugar conocido como seguro, para empeñarse en la búsqueda de la oveja perdida. Todo el esfuerzo desplegado en la búsqueda de la perdida (el pecador) queda compensado por el gozo de haberla encontrado y devolverla al redil llevándola amorosamente acuestas como si fuera un bebé para acostarlo y dormirlo con una canción de cuna. El buen pastor tiene además particular interés en compartir su alegría por el hallazgo con vecinos y amigos. Pues bien, si esto ocurre en la vida bucólica del pastoreo de ovejas perdidas, ¡cuánto más ocurrirá en la vida del pastoreo divino de nuestras vidas humanas perdidas en los campos y desiertos del pecado!

          Dios no ama menos a los justos que al pecador arrepentido; pero a este pecador ahora arrepentido Dios lo ha buscado de muchas formas con su gracia divina, como el pastor ha hecho con su oveja con su entusiasmo humano.

 

          b) La parábola de la dragma perdida

           “¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz, barre la casa y      busca cuidadosamente hasta hallarla? Y, una vez hallada, convoca a las amigas y vecinas,          diciendo: Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma, que había perdido. Tal os digo    que será la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia”. (15, 8-       10).

            Cabe destacar en este breve relato pastoral de Jesús la forma minuciosa de describir la búsqueda por parte de la mujer de tan preciada joya perdida. La dracma ática tenía un valor equivalente al denario romano y la mujer barre y revuelve todo para encontrarla, dando por descontado que en las casas pobres el suelo era de tierra pisada. Tal es el gozo de esta pobre mujer por aquella dracma perdida y encontrada, que convoca a la vecindad para que la feliciten y se alegren con ella por el feliz encuentro de la perla. Y ahora viene lo mejor del cuento pastoral de Jesús. 

            De modo parecido, habrá grande alegría entre los ángeles por un solo pecador que se convierta. Los ángeles de Dios son una forma sinónima de expresar la alegría que hay en el cielo de la parábola anterior. El pecador convertido pertenece a la familia del cielo, y hay gozo grande cuando el pecador convertido vuelve a esta familia. Cada pecador convertido es para Dios como una joya perdida encontrada para alegría de todos.

             c) La parábola del hijo pródigo

             Es verdad que el Antiguo Testamento pregonó constantemente la misericordia infinita de Dios y un buen botón de muestra de ello es el testimonio que hemos recordado más arriba del profeta Ezequiel. Pero los fariseos la tenían más que olvidada en el cumplimiento fanático de los ritos habituales del Templo, y fue en este contexto en el que Jesús contrapuso la parábola del hijo pródigo como mensajera de misericordia divina en favor de todos los pecadores arrepentidos sin exclusiones discriminatorias de ningún género.

            El texto de esta parábola que conviene leer muy reflexivamente es el siguiente:

“Y añadió: Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven de ellos al padre: Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Les dividió la hacienda, y, pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una lejana tierra, y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente. Después de haberlo gastado todo, sobrevino una fuerte hambre en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquella tierra, que le mandó a sus campos a apacentar puercos, l6 Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, viole el padre, y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Díjole el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta. El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro, porque le ha recobrado sano. Él se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó. Él respondió y dijo a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos; y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su hacienda con meretrices, le matas un becerro cebado. Él le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo y todos mis bienes tuyos son; pero era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto, y ha vuelto a la vida; se había perdido, y ha sido hallado”. (Lc 15,1-3. 11-32).

      

       Esta parábola con perfil alegórico es una de las más bellas del Evangelio y expresa efusivamente la misericordia de Dios sobre el pecador arrepentido para perdonarlo. Es evidente que este padre de la parábola es Dios mismo y el hijo menor parece representar alegóricamente a los publicanos y pecadores, los cuales se preocupaban poco o nada por no incurrir en la impureza legal ni en la proyección moral de sus vidas al estilo gentil y de pecadores en general.

Y el hijo mayor, ¿a quién representa?               

Lo más lógico es pensar que representa a los justos, que en esta redacción de Lucas abarca a los cristianos. Podrá resultarnos extraño que los cristianos representados por el hijo mayor, protesten contra la conducta misericordiosa de Dios con el pecador. Pero no olvidemos que Cristo era un pedagogo consumado que anotó este rasgo de la parábola para resaltar como siempre los planes de Dios. El hijo mayor representa en la parábola a todas esas personas que llevan una vida muy legal y convencional al modo humano, mostrando su falta de interés por conocer los misterios de la divina misericordia. El hijo mayor parece ser un hombre acomodado a las leyes y costumbres familiares, pero que no está dispuestos a perdonar la más mínima infracción de esos hábitos y costumbres considerados como legales y, por lo mismo, buenos. Tenemos así que el hijo mayor de la parábola, el bueno y justo de la familia, se niega en rotundo a recibir a su hermano arrepentido en la casa paterna, aunque entre de la mano de su padre.

El padre de la parábola refleja la imagen de Dios como Amor, revelada en su rostro visible, Cristo, en contraste con la imagen extendida en el Antiguo Testamento de un Dios temeroso a primera vista castigador y temible. Tanto el hijo menor como el mayor de la parábola son impresentables por su forma de comportarse, y, no obstante, el Padre los soporta con paciencia infinita dejándoles abiertas de par en par todas las puertas de su misericordia. Esa actitud amorosa de Dios con los hermanos de la parábola es la que mantiene con todos nosotros, pobres pecadores condenados a morir y condenarnos por anemia de amor, si no nos arrepentimos y convertimos. No es que nos condene Él, sino que nos condenamos nosotros mismos por tontos más que por pecadores.

Más arriba hemos reproducido el texto del nº 1439 del Catecismo de la Iglesia en el cual se hace hincapié en el proceso psicológico de conversión del hijo menor de la parábola y el resultado final del mismo regresando a la casa del padre misericordioso, que es Dios. Recordémoslo también en torpes, atrevidos y humildes versos.

                                                                      Un padre que tuvo dos hijos,

Los dos con su propia mujer,

Los crió como padre bueno,

Pero ellos muy ingratos ser.

El más chico era un vivales,

El grande un fiel trabajador,

Y los dos, ambos hermanos,

Se peleaban día sí y otro no.

La herencia de los padres,

Es siempre una tentación,

Para los hijos mal nacidos,

Siendo hermanos sólo dos.

El más chico y descarado,

Al su buen padre le exigió,

La parte suya de herencia,

Sin vergüenza y sin pudor.

Oh, tenla pues ya, hijo mío,

Vaya también mi bendición,

Dios te acompañe siempre,

En las penas y en el dolor.

Abandonó su casa paterna,

Con la bolsa y su morral,

Muy sólo se fue por la vida,

Con mujeres malas a folgar.

La herencia ya dilapidada,

A los cerdos fue él a pedir,

De sus bellotas un cuenco,

Para sobrevivir y no morir.

El hambre fue aumentando,

Cada día sin poderlo apagar,

Se acordó entonces de casa,

Y a ella se decidió retornar.

Pero qué diré yo a mi padre,

Pensó muy dentro de su ser,

Y sin dudarlo un momento,

Se puso en camino hacia él.

Su padre siempre esperaba,

De su hijo chico retorno ver,

Y al verlo venir desde lejos,

Tranquilo esperó con placer.

Acortando su padre distancia,

Fue a su hijo abrazar y besar,

Pues muy feliz se encontraba,

Viendo al hijo perdido tornar.

Con su hambre y mucha sed,

Cuando miró y vio a su padre,

Muy triste y más arrepentido,

Corrió a sus pies a postrarse.

Yo soy tu hijo el mal nacido, 

Y que me olvidé de tu amor,

Te ruego que me perdones,

Y aceptes como a un labrador.

Pero tú no eres otro operario,

Tú eres mi hijo el más menor,

Vayamos pues a nuestra casa,

A retorno celebrar con honor.

No soy digno de tanto honor,

Por mi conducta tan inmoral,

Sólo te pido ahora padre mío,

Un sitio para trabajar y sudar.

Basta ya, hijo, de disculpas,

Que te conozco muy bien yo,

Incluso mejor que tu madre,

Que con tanto amor te parió.

Yo no soy empresario rapaz,

Que explota a trabajadores,

Dando trabajo como a burros,

Y de beber en los cangilones.

Soy hombre temeroso de Dios,

Y los trato a mis hijos por igual,

Sean ellos justos o pecadores,

Para con amor poderlos salvar.


            Jesús presenta a Dios como el AMOR con mayúsculas y no como un juez implacable con sus debilidades humanas, y que conoce mejor que nadie la forma incorrecta e inaceptable de sus dos hijos. El mayor representa la legalidad y la hipocresía, y el menor la irresponsabilidad egoísta juvenil. El padre no aprueba el comportamiento de ninguno de los dos hijos suyos y sólo desea que el dado por perdido vuelva a casa, y el legalmente justo sea humano y caritativo, recibiendo a su hermano sin rencor ni ajuste de cuentas. Jesucristo, como rostro vivible de Dios, hablaba y se comportaba siempre como espejo divino del amor de Dios, y esta parábola constituye un ejemplo verbal basado en la realidad de nuestra vida diaria, difícil de superar y tal vez único en la literatura universal. El amor de Dios es el amor de un padre bueno que sólo busca la felicidad de sus hijos y no el ajuste de cuentas por sus formas incorrectas de conducta que él siempre desaprueba.

     Leyendo esta bella parábola resulta muy interesante constatar que el penitente quiere espontáneamente confesar oralmente sus pecados delante de su padre para darle cuenta de su vida pecadora, pero el padre le dispensa de hacerlo y lo único que desea es que acepte regresar con él a la casa paterna para celebrar su retorno y no para castigarle. No hay confesión jurídica de pecados ni penitencia ninguna compensativa por la obtención del perdón. Todo el problema se resuelve con arrepentimiento sincero, conversión real a Dios y presentarse a Él donde quiera lo encuentre con el corazón en la mano contrito y humillado.

                20. Reflexiones finales

             Contrastando los requisitos del Derecho Canónico vigente y del Ritual de los Sacramentos para la celebración del sacramento del perdón, con la forma en que Cristo trataba a los penitentes que acudían a Él implorado la misericordia divina y el perdón de sus pecados, se comprende que la forma en que el tema fue tratado en el Concilio Vaticano II dejara mucho que desear, como hemos advertido más arriba en la nota 13. Ni la exomologesis a lo Tertuliano, ni las temerosas penitencias públicas fueron acordes con la pastoral de Cristo administrando misericordiosamente el perdón divino a los pecadores que acudía a Él arrepentidos con el corazón contrito y humillado. Pero lo más chocante es que la judicialización canónica de la penitencia, imperante durante los tiempos de las penitencias públicas, no desapareció con su comprensible desprestigio y el triunfo de la confesión auricular personalizada en un contexto de responsable privacidad.

            Como hemos visto, primero se imitó a los tribunales públicos de justicia social germanos, Inocencio III en la edad media decretó que había que confesarse por lo menos una vez al año, y en el Concilio de Trento sentenciaron con el canon 7 que el pecador tenía además la obligación de esforzarse por precisar con la mayor exactitud posible el número y especie de cada uno de los pecados cometidos. Algo así como ocurre en un juzgado público social de primera instancia. Cabe destacar también que en la formulación del susodicho 7 se maneja un lenguaje propio de filósofos griegos y no bíblico con la exégesis bíblica correspondiente que cabría esperar.

            En resumidas cuentas, que tanto el Ritual de 1972 como Codex de 1983 adolecen de lo que se ha denominado elefantíasis jurídica. Elefantíasis es un término tomado de un cuadro clínico patológico, que consiste en el síndrome caracterizado por el aumento de algunas partes del cuerpo humano, sobre todo en las extremidades. Por analogía con este fenómeno clínico se habla también del síndrome de elefantíasis judicialista del sacramento de la penitencia. Con esta expresión se quiere destacar hasta qué punto indeseable se ha parangonado la administración del sacramento de la penitencia con el confesonario como si este fuera un juzgado social de primera instancia en el que el juez legalmente más severo es considerado como el mejor y más aconsejable. Todo lo cual choca con los hechos y dichos de Cristo administrado la misericordia y el perdón de Dios durante su vida pastoral en tierras de Palestina, como se desprende de los ejemplos prácticos que hemos recordado en estas páginas.

            Con la pandemia del 2020 se ha visto con toda claridad que no todas las prescripciones legales y rituales litúrgicas, a las que estábamos ya habituados, pueden ser consideradas válidas en el futuro de forma indiscriminada y atemporal. En este sentido pienso que tal vez el discurso sugestivo de reforma que hemos hecho en estas páginas, en relación con el sacramento del perdón, podrían servir para ir a la sustancia del sacramento imitando a Cristo y no a los jueces de primera instancia instalados en los confesonarios con el código penal en la mano. Conviene no confundir en la práctica del sacramento del perdón, la doctrina revelada y contenida en el Depositum Fidei Apostólico con los “constructos teológicos y litúrgicos” surgidos a lo largo y tendido de la historia de la Iglesia y de las instituciones canónicas de reflexión teológica. La coordinación funcional de ambas realidades resulta imprescindible para el ejercicio de una pastoral ajustada lo más posible a los Hechos y Dichos de Cristo. 


                                                           NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

           

[1] Cf BÁRBARA MARÍA HANYCH SULMA, Bárbara y Mabel. Metamorfosis del corazón, Madrid 2021.

 [2] Cf. SACRA CONGREGATIO PRO CULTU DIVINO, Rituale Romanum, Ordo Penitentiae, Editio Typica, Vaticano 1974. COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA Y CELAM, Ritual de los sacramentos, Barcelona 1966.

 [3] La estructura redaccional de los cánones 959 al 991 sobre el sacramento de la Penitencia y el lenguaje allí utilizado se encuentran en cualquier código en clave de normas, premios y castigos, sin ninguna concesión al perfil amoroso de los relatos evangélicos en los que se nos dice cómo Cristo perdonaba misericordiosamente los pecados. La misma mentalidad se refleja de otro modo en el ritual de la penitencia de la iglesia ortodoxa. Véase, por ejemplo, JOACHIN PARVULESCU, Sfanta Taina a Spovedaniei pe intelesul tuturor, Manastirea Lainici-Gorj, 2000.

[4] El tema del sacramento de la Penitencia ha sido últimamente muy estudiado por moralistas y liturgistas antes, durante y después del Concilio Vaticano II. Espigo aquí sólo algunos títulos de fácil acceso para el lector y apoyatura de nuestro breve discurso.  CYRILLE VOGEL, El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona 1968. DOMICIANO FERNÁNDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones. Posibilidad dogmática y conveniencia pastoral de la absolución general sin confesión privada, Bilbao 1989; Futuro de la reconciliación sacramental en las comunidades religiosas, en Vida Religiosa 36 (1974) 405-416; Valores y contravalores del Nuevo Ritual de la Penitencia, en Pastoral Misionera, marzo-abril (1975) 56-71; Celebración comunitaria de la penitencia evangélicamente fundada, históricamente ratificada, dogmáticamente correcta, pastoralmente recomendable, Madrid 1999. CHARLES MUNIER, Tertulien. La pénitence. Introduction, texte critique, traduction et commentaire, París 1984.  JESÚS BURGALETA y MARCIANO VIDAL, El sacramento de la penitencia. Crítica pastoral del Nuevo Ritual, Madrid 1975.

JOSÉ RODRÍGUEZ MOLINA, Historia de la confesión pública y auricular, Gazeta de Antropología, 2008, 24 (1), artículo 11· http://hdl.handle.net/10481/7067  Versión HTML · Versión PDF.

[5] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, (1992) nn. 1423-1424.

[6] TERTULIANO, De paenitentia, cap. 9-10 y De Pudicitia, cap. 3, 5,13,17.

[7] "Manus autem impositio non, sicut baptismum, repeti non potest" (PL 43, 149). S. Ambrosio: "Nam si vere agerunt poenitentiam (peccatores) iterandum postea non putarent, quia sicut unum baptisma, ita una poenitentia, quae tamen publice agitur".

[8] Cf CYRILLE VOGEL, El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona 1968, pp. 29-35; Penitencia en La Edad Media, 97 (Cuadernos Phase) – 1 junio 2006.

CYRILLE VOGEL- ALEXANDRE FAIVRE, Rémission des péchés en Recherches sur les Systèmes Pénitentiels dans l'Eglise Latine (Variorum Collected Studiesjul 7, 1994.

[9] "Poenitentia publica de peccatis publicis, oculta de occultis" (PL, 107, 342).

[10] Nº 1447 del CATECISMO DE LA IGLESIA: “A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este "orden de los penitentes" (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica "privada" de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días”.

[11] DOMICIANO FERNÁNDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones, Bilbao 1989, pp. 26-27. Véase también JOSÉ RODRÍGUEZ MOLINA, La confesión auricular. Origen y desarrollo histórico, en Gazeta de Antropología, 24 (2008/1), artículo 11. CYRILLE VOGEL, Les libri paenitentiales, Brepols 1978; Le pécheur et la pénitence au Moyen Äge. Textes choisis, traduits et commentés par Cyrille Vogel.                  

[12] JESÚS BURGALETA y MARCIANO VIDAL, Sacramento de la Penitencia. Crítica pastoral del Nuevo Ritual, Madrid 1975, pp. 77-78. JOSÉ MARÍA ROVIRA, El sacramento de la Penitencia, hoy, en Iglesia Viva 46 (1973) 315-339. AA.VV., Dictionaire de Théologie Catolique, t.12, 722-1138. AA. VV., Penitencia, GER, Madrid 1974, t. 18, pp. 224-242. OLIVIERO BERNASCONI, Penitencia, en Diccionario enciclopédico de teología moral, Madrid, 1974, pp. 799-809. RAIMUNDO RINCÓN, Penitencia. Renovación del sacramento, en Diccionario enciclopédico de teología moral, Madrid 1974, pp. 810-829.

[13] La reforma del Sacramento de la Penitencia despertó gran interés con ocasión del Concilio Vaticano II, pero pronto se empezó a sentir el desánimo al tropezar con el fuerte arraigo de su formulación judicializada con el respaldo del Concilio de Trento de fondo (Documentos, 1707 Collantes 1177). Esta piedra de choque influyó decisivamente, dicen los expertos, en las Normas pastorales publicadas en 1972, en el Nuevo Ritual y el Código de Derecho Canónico de 1983. Esa piedra de choque fue, como digo, el canon 7 del Concilio de Trento. Pero la cosa venía de más atrás. En el Concilio IV de Letrán (1215) Inocencio III había mandado ya bajo pena grave la confesión anual obligatoria, con lo cual, se consolidó el rito de la confesión auricular, desplazando a las antiguas penitencias públicas, y se sacralizó la “judicialización” del rito penitencial. En la obra de Jesús Burgaleta y Marciano Vidal, ya citada, (Sacramento de la penitencia. Crítica pastoral del Nuevo Ritual) el lector puede conocer de buena pluma informativa las ilusiones frustradas de reforma de dicho Ritual y del Derecho canónico en relación con esta materia.

[14] Audiencia del viernes 12 de marzo de 2021. Discurso a los participantes del 31º curso sobre el Foro Interno promovido por la Penitenciaría Apostólica.

[15] Véase PENITENCIARÍA APOSTÓLICA, La fiesta del perdón con el Papa Francisco. Subsidio para la confesión y las indulgencias, Madrid 2017. Bula del PAPA FRANCISCO «Misericordiae Vultus» ,11 de abril de 2015. SOR LETICIA GONZÁLEZ SOLÍS, Si no puedes perdonar, esto es para ti. Siete casos reales en los que se ha dado el perdón, Madrid 2016. JAVIER MARTÍNEZ -BROCAL, El Papa de la misericordia, Barcelona 2016.

[16] Cf CATECISMO DE LA IGLESIA, Tercera parte, Cap. 8, nn. 1846-1876).

 [17] Cf J. BONSIRVEN, Textes rabbiniques de deux premiers siècles, Roma 1955.

[18] “Mientras hablaba, le invitó un fariseo a comer con él; y fue y se puso a la mesa. El fariseo se maravilló de ver que no se había lavado antes de comer. El Señor le dijo: Mira, vosotros los fariseos limpiáis la copa y el plato por defuera, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad. ¡Insensatos! ¿Acaso el que ha hecho lo de fuera no ha hecho también lo de dentro? Sin embargo, dad en limosna hasta lo mismo que está dentro, y todo será puro para vosotros. ¡Ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y de la ruda, y de todas las legumbres, y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Hay que hacer esto sin omitir aquello. ¡Ay de vosotros, fariseos, que amáis los primeros puestos en las sinagogas y los saludos en las plazas! ¡Ay de vosotros, que sois como sepulturas, que no se ven, y que los hombres pisan sin saberlo! Tomando la palabra un doctor de la Ley, le dijo: Maestro, hablando así nos ultrajas también a nosotros. Pero Él le dijo: ¡Ay también de vosotros, doctores de la Ley, que echáis pesadas cargas sobre los hombres, y vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis! ¡Ay de vosotros, que edificáis monumentos a los profetas, a quienes vuestros padres dieron muerte! Vosotros mismos atestiguáis que consentís en la obra de vuestros padres; ellos los mataron, pero vosotros edificáis. Por esto dice la Sabiduría de Dios: Yo les envío profetas y apóstoles, y ellos los matan y persiguen, para que sea pedida cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde el principio del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el santuario; sí, os digo que le será pedida cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia, y ni entráis vosotros ni dejáis entrar! Cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle terriblemente y a proponerle muchas cuestiones, armándole trampas para tomarle por alguna palabra de su boca (Lc 11, 37-54; Mt 23,1-36).

 

[19] S. Ignacio de Antioquía, en su Carta a los Efesios, XIV, después de recomendar la celebración de la Eucaristía ante su muerte martirial cercana, escribió: “… perseverad hasta el final en vuestra fe y amor a Jesucristo. En esto consiste el principio y fin de la vida: la fe es el principio; la caridad el término. Las dos perfectamente unidas son Dios. De ahí se sigue todo lo demás en orden a ser santos. No peca el que tiene fe ni odia el que ama. Por sus frutos se conoce el árbol. Así los que se dicen cristianos lo manifestarán por sus obras. No es una mera profesión de fe lo que ahora importa sino el que ésta se practique hasta el final”.

[20] Sobre el pecado Cf CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 3ªparte, Cap. 8, nn 1846-1876.

[21] Cf JUAN CASIANO, Colaciones, vol. II, Madrid 2019, pp. 262-280.

         [22] Cf. CYRILLE VOGEL, o.c., pp. 79-81; 174- 183. FELICISIMO MARTÍNEZ, El coronavirus, ¿alarma para despertar?, Madrid 2021.

[23] Cf. NICETO BLÁZQUEZ, Personas y personalidades, Madrid 2013, pp. 1-37.

[24] Para más detalles sobre la judicialización del sacramento de la penitencia y la enseñanza del concilio de Trento sobre la naturaleza, finalidad y exigencias de este sacramento, distinguiendo entre reflexiones especulativas de los teólogos y canonistas y circunstancias impuestas por la realidad de la vida, véase, por ejemplo, DOMICIANO FERNÁNDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones, pp. 68-76.

[25] Cf NICETO BLÁZQUEZ, Perdón cristiano y venganza legal: Studium (2020/3) 381-412.

[26] MAXIMILIANO GARCÍA CORDERO, O. P., Biblia Comentada. Texto de la Nácar-Colunga. III. Libros Proféticos, pp. 846-849.